domingo, 31 de julio de 2011

El arte de decir poco con muchas palabras

 Para Charles Ray Phillips reírse de uno mismo exige grandes dosis de seguridad; porque en ese estrecho camino que separa la circunstancia personal fáctica de la ideal o soñada cobra un gran papel la contextualización con fuerza de la primera persona de singular, es decir, esa auto-representación que surge casi instantáneamente desde que uno se relaciona en sociedad. En otras palabras, lo que la gente piensa de él (sucede así también en cualquier otro ser), dispara inmediatamente una construcción que le permite reconocer sus falencias, sus idioteces y lo imperfecto del ser. Consecuencia irremediable de que Ray Phillips, mediante una abstracción cuasi-perfecta, comprenda lo complejo de lo detallado anteriormente es que éste pueda bromear tan a gusto y asímismo, aceptar críticas despiadadas por parte de sí.
 Recordar cosas como esta, me traen recuerdos y asociaciones que toman forman diversas, visiblemente paradigmáticas algunas.Por ejemplo, en una de mis tantas entrevistas con este gran escritor que es Ray Phillips -allá por el lejano 1967, en su casa veraniega de Mar del Plata- tuve oportunidad de conocer en detalle su tarea literaria. Recuerdo, al llegar a la casa quinta, haber esperado la presencia de morenos mayordomos que vistieran impecables smoking's o de esbeltas muchachas que desempeñaran labores de mucama; pero para mi sorpresa fue el mismo Ray Phillip quien abrió la puerta y me invitó a pasar con una amabilidad poco típica para un americano del norte.
 En esa visita, la de marzo del 67, tuve ocasión de conocer a dos amigos y colegas del anfitrión, que eran Jóan Gyllés y Emilio Cassano, y que habían asistido a la casa de imprevisto para sorprender al norteamericano. Jóan era una mujer escualida, de huesos anchos, de unos 30 años y que vestía con extravagancia (rozando la ridiculez para un argentino como yo, adaptándose a la vanguardia para un europeo). En tanto, Cassano era más joven que la mujer, tenía el cabello dorado y un porte envidiable. Este, por su parte, vestía con absoluta formalidad -es más, no recuerdo en alguno de los 3 días que duró mi estadía haberlo visto usando zapatillas, o siquiera con un botón de la camisa desprendido-. La relación entre los visitantes me fue una incógnita desde el principio, ya que en algunas ocasiones los veía muy acaramelados, abrazándose y sonriendo; mientras que en otras los observaba compartir un almuerzo o merienda sin cruzar una mínima mirada.
 Por su parte, Ray Phillips, "el escritor negro más famoso", como era nombrado por la crítica y su inefable discurso, se la pasaba caminando en círculos con gesto adusto -quizás pensando algunas nuevas ideas para sus novelas policiales, aunque nunca lo había visto escribir ni asomarse a una máquinilla en esos días- y bebiendo alcoholes de todo tipo en vasos pequeños para lo grande de sus manos. Siempre fue un hombre particularmente comedido, y él mismo consideraba que en el común de las situaciones le resultaba mucho más funcional retirarse a lo profundo de su inconsciente y habitar en ese mundo desconocido de las ideas y el razonamiento, que perfeccionar sus hábitos sociales mediante el intercambio con sus pares. De esta manera justificaba su timidez, que, ciertamente, lo atormentaba, lo sumía en un conflicto interminable, y que siempre acababa por agotarlo en lo exasperante de sus cuestionamientos de medianoche; pero que de igual forma lo había obligado a desarrollar un excéntrico buen trato hacia los demás. Ese trato, descontracturado a medida que pasaban los años, había exigido al escritor más de lo estimado, pero debo admitir que obtuvo un buen resultado.
  La segunda tarde de mi visita, en la que Jóan, Emilio y yo meréndabamos siguiendo un ritmo vertiginoso sobre el patio de la quinta, y Ray Phillips, por su parte, acompañaba bebiendo un escocés de 18 años; fui testigo de una extraña conversación entre los escritores y, al no comprenderla, la situé en el disímil mundo de los intelectuales. De allí mi ignorancia, supuse. En la charla mencionada, Emilio, en lo dificultoso de su inglés, hablaba a Ray Phillips de unos ingresos pasivos en Luxemburgo que ya ascendían a más de un millón de libras y que dicho dinero podía serle útil en su próxima gira europea. -Ray Phillips tenía pactado viajar a Madrid a la presentación de su más reciente novela el 2 de abril-. Al descifrar el inglés cavernícola de Emilio, Jóan cambió su postura y hasta los rasgos de su cara; una ansiedad palpable en el aire se apoderó de ella. La muchacha había nacido en las Islas de Salvación, pertenecientes a la Guayana Francesa, y cuando niña se había mudado con su familia a Italia, por lo que el italiano era el idioma con el que se desempeñaba. Para suerte mía, podía inferir lo dicho por Jóan dado que había tomado durante enero un curso del idioma itálico. Ray Phillips y Jóan se comprendían en una charla italo-americana bastante peculiar. Volviendo a la conversación enigmática; el nerviosismo de la escritora alteraba el orden de sus palabras y la elaboración de las asociaciones básicas para una fácil interpretación. Sin embargo, cuando Jóan le dijo al dueño de la casa que "ella podía ofertar de mejor manera" y que podía "regalarle una mansión siciliana". Ray Phillips tomó el vaso con fuerza y sus ojos se engrandecieron como el sol que brillaba sobre el atardecer; entonces dijo que aceptaba, "pero que no haría más de 150". Los interlocutores se retiraron de inmediato a la casa y ordenaron sus cosas para partir al amanecer.
 Debo admitir que la situación me desbordó. Esa noche no pude parar de elaborar conclusiones de todo tipo; en mi cabeza primaban las explicaciones sobre la posibilidad de que el norteamericano pudiese ser un traficante de alto rango. Vaya saber uno de qué.
Al día siguiente los tres visitantes nos retiramos de la casa-quinta de Mar del Plata. Debo admitir también que la extraña conversación de la que habia sido testigo no había terminado en la parte trasera de la casa, sino que me la había llevado conmigo. Por las noches esta me despertaba, de día me atormentaba y no me dejaba trabajar con tranquilidad.
 Pasé varios años acompañado de la conversación. Años largos, en los que tranqué una gran amistad por correspondencia con Ray Phillips, que, paradójicamente, pese a nuestra amistad, nunca había optado por acallar mis fantasmas, por solucionar mis desperfectos emocionales. No, nada de eso. Y considero que esto fue así porque no había podido en los siguientes tiempos, mejor dicho, no había encontrado oportunidad de hallarlo en este país ni en uno limítrofe. De esa manera -considero- creo que habría podido inducirlo a reverlarme la verdad aunque sea con un buen golpe de puño. 
 Más allá de estas cuestiones, que hoy revisten un carácter de secundidad, recuerdo que en ocasión de una emisión radial en los 70' tuve la oportunidad de oir que había estallado un gran escándalo en Europa por la violación a los derechos de propiedad intelectual de libros de distintos autores, entre los que se encontraba Ray Phillips.
 Cuando, tiempo más tarde, el caso fue ahondado por los periódicos locales y se convirtió en el tema de importancia al fin pude entablar la relación necesaria para descubrir que la conversación de la que había sido testigo tenía que ver con el oscuro mundo de la venta de ideas por parte de Ray Phillips. Sin embargo, la acusación en un principio no perjudicaba al escritor norteamericano, puesto que este había trabajado con la fineza propia de un gran estafador. De hecho, en la situación que presencié, Ray Phillips vendió un libro: "Santa Nordila y aventuras convencionales", a la muchacha Jóan Gyllés, que lo había publicado en Italia bajo su autoría. No obstante, Ray Phillips, tras comercializarlo, también lo había publicado en una editorial de Buenos Aires. El norteamericano había pensado que en caso de descubrirse su obra cirulando en manos de otros autores, estas serían aplacadas por parte suya con una denuncia de plagio, sin embargo, no contó con que Jóan haya podido probar que el mismo Ray Phillips le había vendido la idea, y con que otros colegas estaban desarrollándo las mismas ilegalidades.
De esta manera se había destapado "la mafia de los libros" como se instaló en todos los matutinos, y que involucraba a otros cuatro escritores, también norteamericanos en la venta de ideas, y a ocho europeos en la compra. Desde ese acontecimiento, bastaron sólo dos meses para que la carrera de Ray Phillips como un intelectual de gran porte se pusiera en duda, en una duda gruesa que finalizó por hundirlo hacia el fondo del estrato más bajo de la consideración social. Este dato y la siguiente entrevista con el norteamericano en Mar del Plata fueron suficientes para que yo desestimara que Ray Phillips ahora se reía de sí mismo producto de una profunda abstracción. Al contrario, su nueva auto-representación estaba fundada en aspectos mucho menos conceptuales: es decir, el hecho de perder el respeto de la sociedad intelectual, de sus pares, había desencadenado en una pérdida frenética de su respeto hacia su persona. Sólo así puedo comprender que se llame a sí mismo: "el negro pelotudo".

viernes, 22 de julio de 2011

Gajes del oficio, ¿no?

Todos en esta ciudad sabemos que "Cacho" Cortaqueso vende drogas. No sólo porque haya sido investigado en varias ocasiones e incluso apresado durante unos días, sino porque conozco a 2 o 3 personas trabajan para él, y cientos que dependen de sus infames productos.
-Es un "diler"- dice mi vieja cada unos cuantos segundos, con el entusiasmo de quien descubre una nueva palabra y de manera inconciente la repite sin cesar. Yo, por mi parte, recuerdo haberle explicado en alguna ocasión que la palabra inglesa "dealer" significa lo que nuestra española "repartidor" y que desde un principio fue acuñada por las empresas de tecnología para designar al último eslabón de la cadena que va desde el fabricador a la casa de uno. A eso último lo leí en una revista "Nueva" bastante vieja (¿), y estoy seguro de que mi mamá ni lo recuerda, ya que cuando prende la televisión y emboca en alguna novela mexicana o colombiana, de esas que ni el nombre sabe, se obnubila, desaparece mentalmente del mismo espacio temporal que yo.
 Bueno, sin seguir desviándome de la historia principal, avanzo con mi relato...Resulta que el bueno de Cortaqueso ahora fue candidato a legislador por el partido de los Lideres Socialistas Demócratas (LSD), y las encuestas lo ubicaban entre los posibles ganadores de un lugar en la Honorable (?) Legislatura. Inmediatamente, al conocer este desafortunado dato, me puse en contacto con algunos colegas para intentar, con su ayuda, intentar entender el fenómeno, vah! mejor dicho, para que alguien me diga quien fue capaz del milagro. Juan Vázques Miranda me puso al teléfono con su primo Miguel Miranda, quien me dijo que intentara con su hermano, a quien yo conocía como "El petiso" Miranda, y que él me daría una respuesta. Me dije tres veces "no puede ser" hasta por fin decidirme a buscar en mi agenda el número del petiso. Mi asombro se debía en parte a que conocía al petiso, y no lo hallaba capaz de semejante trabajo mercadotécnico. Lo llamé como 4 veces hasta que, por fín, me atendió. Recuerdo que lo primero que le dije fue: "es una cosa de otro planeta lo que hiciste mi viejo". La sorpresa del petiso traspasó el tubo del teléfono. -¿Que hice culiao?- me dijo exaltado, casi gritando. -Lo de Cortaqueso- le dije. -No, querido, yo no fui. Fue Mengano el hijo de puta- dijo y en seguida acusó que en ese momento estaba por entrar a una reunión importante.
  Que Mengano sea el hombre que posicionó arriba a Cortaqueso en las encuestas no me sorprendía en lo más mínimo. De hecho, yo había sido su compañero, y sabía de su potencial como publicista. Creo que ese muchacho es capaz de vender un bife de chorizo en la India, sin exagerar. El tema estaba en saber como carajo hizo para que Cortaqueso haya tenido por algunos momentos un pie y medio en la Legislatura.
 Tardé como 3 días en averiguar el paradero de Julián Mengano por dos motivos. El primero tuvo que ver con que ese muchacho trabaja como un desgraciado, no para ni siquiera en estas épocas en las que todos vacacionan. El segundo y último tuvo estrecha relación con mi condición de destacado despistado: me cortaron internet y el teléfono por deber el mes de Julio, y por eso estuve haciendo cola medio día en uno de esos centros de pago rápidos (¿).
Bueno, continúo. Una vez que solucioné los problemas del desencuentro y mis deudas me comuniqué con Mengano. Comencé hablándole suave y con un tono cálido, con la confianza de un amigo de la vida. Le recordé buenos momentos de nuestras épocas de estudiantes y algunas aventuras de esas ilegales que habíamos compartido; como cuando salimos con el "negro" y José Mandioca del casino y nos enfiestamos a la mismísima Silvia Suller. -Eran buenos tiempos- le dije a manera de cierre, cuando ya el celular me marcaba 12 minutos de charla, y tiré el bombazo: -¿Che y contame como hiciste para ponerlo ahí arriba a Cortaqueso? Sos un genio vos-. El silencio entre la pregunta y la esperada respuesta se hacía cada vez más grande, recuerdo que parecía eterno. Pasaron como 10 segundos y Mengano me dijo: -No te puedo contar, seguro tengo pinchado el teléfono amigo-. La furia se apoderó de mi. Me había gastado un huevo hablando con este forro y al final no me quería contar, pero no es nada de otro planeta eh! Propagandas en la radio, papelería, etc. La puta madre. Igualmente conservé la calma. -Bueno entonces nos veamos en alguna cafetería, ¿que te parece la del viejo choto de la Aconquija?- dije apresurado, con miedo de quedarme sin nada. Mengano siguió en silencio unos momentos más y finalmente me dijo que no podía reunirse porque estaba colmado de trabajo. Corté el teléfono y lo insulté unos ratos largos.
 Me quedé masticando bronca hasta el día de hoy, día de elecciones y día también en que me crucé con un amigo que trabaja en esas patrañas de la Junta Electoral y en los arreglos pertinentes. Me dijo la posta, según yo. Cortaqueso y Mengano le habían pagado al diario más importante de la provincia (ese de la verdad como slogan) para inventar los datos de las encuestas y así tornar la opinión pública a su favor. -Sin embargo, no parece que está dando muchos resultados porque Cortaqueso no va a sacar ni pa' la sopa. Va a tener que seguir con lo suyo nomás!- me dijo el muchacho mientras sacaba una planillita con los resultados parciales, y efectivamente en esa lista el bueno de "Cacho" tenía 2 votos sobre 100.
 Al día de hoy, Cortaqueso no es Legislador, sigue vendiendo drogas, y yo ahora compro otro diario.

Julián Mengano

jueves, 21 de julio de 2011

Una odisea literaria

 Escribir siempre me resultó aburrido. Leer aún más. Sin embargo, como para conocer hay que aprender y escribir es tarea indivisible de un aprendiz de periodista, desde chico acostumbré mi ocio a diferentes autores literarios y a la escritura de diferentes textos.
El domingo pasado mientras esperaba el colectivo; en ese vaivén de reflexiones y cuestionamientos que me ofrece un momento solitario, le propuse a mi conciencia la creación de un consenso o una convención, o sea una norma que pueda ser admitida tácitamente y que responda a los usos que propone la costumbre. Mis momentos de soledad (viajes en colectivos o la espera de los mismos; las filas para algún tipo de trámite; etc.) a veces son extraños, disparatados, y merecen un párrafo aparte.
 Volviendo a la cuestión anterior, mi convención era la siguiente: Así como se admiten en diferentes rincones del mundo el hecho del nacimiento de Cristo para demarcar los momentos históricos o el uso del carril derecho para circular en vehículos, debería ser parte de una convención el hecho de la obligatoriedad inapelable de la lectura de creadores como Kafka, García Márquez, Bórges, Cortázar, o algún otro gran autor. En definitiva, la lectura de estos debería ser condición inseparable de cada ser que habite esta tierra (en cuanto alcanzara la mayoría de edad), y sería aún más excluyente y exigente para quien quisiera alcanzar algún grado de intelectualidad, claro está. De esta manera los libros pasarían a ocupar una posición sumamente importante para el conjunto social, alcanzando el carácter de producto de necesidad primaria, cual leche o pan.
 En cuanto subí al colectivo mis pensamientos se esfumaron en medio del amontonamiento propio de un día en que el bondi pasa cada hora. Pero una vez que llegué a mi destino, la casa de mi abuelo, tomé de nuevo mis convenciones y absurdos planteamientos para reacomodarlos y pasarlos en limpio. De toda la reflexión vespertina, sólo daba vueltas en mi cabeza la norma sobre la lectura de esos excepcionales autores. Enseguida comencé el recuento mental de los libros que tengo en mi repisa. Los recordé a todos: 12 espectáculares libros tapa-dura, con un encuadernado que roza la perfección. Pero mientras un extraño sentimiento recorría mi garganta y se perdía en el resto de mi cuerpo, a la vez que la preocupación avanzaba con rapidez, motivados ambos por el hecho de que sabía el nombre de cada tomo, la editorial, y desde luego el autor, pero no podía recordar ni siquiera una pequeña reseña de cada libro. Sin dudas, -pensé- yo no estoy en condiciones de cumplir con la convención que había ideado porque, si alguién me evaluara en estos momentos, estoy al horno. Nadie me creería que yo había pasado ratos largos al lado de esos libros, evitándome la tentación de la televisión o de la computadora. 
 Un nerviosismo inusitado se apoderó de mi comportamiento, tomé mi campera y le dije al abuelo que volvía en 15 minutos. Me dirigí directamente a la librería de los hermanos Campero, que está a pocos metros de la casa del abuelo, y busqué entre una parva de libritos amontonados en un rincón con un cartelito que señalaba que eran usados y estaban en liquidación algún ejemplar de los que tenía en casa. Afortunadamente, cuando ya la desesperación hacía estragos en mí cuerpo, me topé con "La metamorfosis" y mi sorpresa fue mayor al ver que a medida que hojeaba el ajetreado ejemplar no venían a mi memoria los fantásticos pasajes del mismo. "El ruso" Campero, el menor de los hermanos, que estaba a cargo de la librería, me miraba azorado y seguramente debió haber dudado de la optimidad de mis facultades racionales cuando dejé el local, luego de haber revoleado libros y ni siquiera haber cruzado palabra con él.
 Volví con el abuelo y le planteé lo extraño de los acontecimientos del día, a lo que el viejo me respondió con lo que consideré una certeza -pero hasta ahí nomás-: "No te acordás de lo que leíste porque te obligaste a leer esos libros, que para mí, son horribles". Debe tener razón el abuelo -me dije mientras abandonaba de nuevo la casa-, pero yo no adhería a la parte de lo horrendo de los textos. Por calle 25 de mayo, caminando de nuevo a la parada, me sometí a una nueva serie de reflexiones, pero estas eran mucho más superficiales que las de temprano. Al llegar a la intersección con Mendoza, las luces se apoderaron de mi atención, y vaya paradoja, era la inauguración de una gigantesca libreria. La muchedumbre se agolpaba en la puerta y un hombre barbudo con sombrero junto a unas chicas anunciaban sorteos y entregaban panfletos. La posibildad de ganar algún premio, y el encuentro de mi amigo Rubén Peréz, influyeron en que hiciera caso a la recomendación de las promotoras y pasara a ver algunos libros. Además era un buen ambiente para hallar alguna nueva obra y así dar final a mi crisis literaria. Caminamos con Rubén por los más de 100 metros cuadrados del hermoso local vidriado y finalmente centramos nuestra atención en los clásicos. Yo estaba decidido a comprar alguna obra de Dumas, Tolkien o quien fuere, y en cuanto mencionaron mi número por el altavoz, el 223, y me hicieron adjudicatario de un descuento del 50% para todos los productos, mi decisión se reforzó aún más. 
 Sin embargo, mi alegría duró poco, porque mientras evaluaba la mejor opción en la sección de "Ensayos" la  misma voz que me declaró ganador del sorteo dio el siguiente mensaje: "en una de las secciones se encuentra escondido un boleto rojo, el que lo halle, gana un reproductor de dvd con 3 películas a elección". Quizás guiados por el conocimiento de la calma de las personas que frecuentan las librerias o cegados por la actitud festiva de la inauguración, lo cierto es que la estrategia para ganarse a los nuevos clientes fue el comienzo de la debacle. Los hombres y mujeres corrieron a buscar entre los libros, y para mi (mala) suerte, la sección "Ensayos" se encuentra al lado del lugar donde el hombre barbudo de la libreria daba los mensajes, por lo que una horda de personas desenfrenadas corrieron a mi puesto y se abalanzaron sobre mí. Perdí noción de mi posición de inmediato. Caí al suelo, a la vez que los libros volaban por todas partes y los pies de la muchachada avanzaban sin piedad sobre mí. 12 minutos tardó el caos en acabar con los libros de todas las secciones, la situación se había vuelto incontenible. 
 Finalmente abandoné la librería solo (porque a Rubén lo había perdido en la batahola) y sin libros. 
 El bochorno del que había sido parte, fue esencial para abandonar totalmente mis posiciones acerca de la normativa que había pensado durante la tarde y también para olvidar la posibilidad de que la intelectualidad sea consecuencia inseparable de los libros. Algunos dicen que la conciencia es, en definitiva, lo que nos separa de los animales, pero en ningún momento se desestima nuestra naturaleza salvaje, propia de nuestra especie. 
 Por lo pronto, pienso que leer pasó de moda.

Los mundos de Cortázar son tan raros, que motivaron este relato