jueves, 21 de julio de 2011

Una odisea literaria

 Escribir siempre me resultó aburrido. Leer aún más. Sin embargo, como para conocer hay que aprender y escribir es tarea indivisible de un aprendiz de periodista, desde chico acostumbré mi ocio a diferentes autores literarios y a la escritura de diferentes textos.
El domingo pasado mientras esperaba el colectivo; en ese vaivén de reflexiones y cuestionamientos que me ofrece un momento solitario, le propuse a mi conciencia la creación de un consenso o una convención, o sea una norma que pueda ser admitida tácitamente y que responda a los usos que propone la costumbre. Mis momentos de soledad (viajes en colectivos o la espera de los mismos; las filas para algún tipo de trámite; etc.) a veces son extraños, disparatados, y merecen un párrafo aparte.
 Volviendo a la cuestión anterior, mi convención era la siguiente: Así como se admiten en diferentes rincones del mundo el hecho del nacimiento de Cristo para demarcar los momentos históricos o el uso del carril derecho para circular en vehículos, debería ser parte de una convención el hecho de la obligatoriedad inapelable de la lectura de creadores como Kafka, García Márquez, Bórges, Cortázar, o algún otro gran autor. En definitiva, la lectura de estos debería ser condición inseparable de cada ser que habite esta tierra (en cuanto alcanzara la mayoría de edad), y sería aún más excluyente y exigente para quien quisiera alcanzar algún grado de intelectualidad, claro está. De esta manera los libros pasarían a ocupar una posición sumamente importante para el conjunto social, alcanzando el carácter de producto de necesidad primaria, cual leche o pan.
 En cuanto subí al colectivo mis pensamientos se esfumaron en medio del amontonamiento propio de un día en que el bondi pasa cada hora. Pero una vez que llegué a mi destino, la casa de mi abuelo, tomé de nuevo mis convenciones y absurdos planteamientos para reacomodarlos y pasarlos en limpio. De toda la reflexión vespertina, sólo daba vueltas en mi cabeza la norma sobre la lectura de esos excepcionales autores. Enseguida comencé el recuento mental de los libros que tengo en mi repisa. Los recordé a todos: 12 espectáculares libros tapa-dura, con un encuadernado que roza la perfección. Pero mientras un extraño sentimiento recorría mi garganta y se perdía en el resto de mi cuerpo, a la vez que la preocupación avanzaba con rapidez, motivados ambos por el hecho de que sabía el nombre de cada tomo, la editorial, y desde luego el autor, pero no podía recordar ni siquiera una pequeña reseña de cada libro. Sin dudas, -pensé- yo no estoy en condiciones de cumplir con la convención que había ideado porque, si alguién me evaluara en estos momentos, estoy al horno. Nadie me creería que yo había pasado ratos largos al lado de esos libros, evitándome la tentación de la televisión o de la computadora. 
 Un nerviosismo inusitado se apoderó de mi comportamiento, tomé mi campera y le dije al abuelo que volvía en 15 minutos. Me dirigí directamente a la librería de los hermanos Campero, que está a pocos metros de la casa del abuelo, y busqué entre una parva de libritos amontonados en un rincón con un cartelito que señalaba que eran usados y estaban en liquidación algún ejemplar de los que tenía en casa. Afortunadamente, cuando ya la desesperación hacía estragos en mí cuerpo, me topé con "La metamorfosis" y mi sorpresa fue mayor al ver que a medida que hojeaba el ajetreado ejemplar no venían a mi memoria los fantásticos pasajes del mismo. "El ruso" Campero, el menor de los hermanos, que estaba a cargo de la librería, me miraba azorado y seguramente debió haber dudado de la optimidad de mis facultades racionales cuando dejé el local, luego de haber revoleado libros y ni siquiera haber cruzado palabra con él.
 Volví con el abuelo y le planteé lo extraño de los acontecimientos del día, a lo que el viejo me respondió con lo que consideré una certeza -pero hasta ahí nomás-: "No te acordás de lo que leíste porque te obligaste a leer esos libros, que para mí, son horribles". Debe tener razón el abuelo -me dije mientras abandonaba de nuevo la casa-, pero yo no adhería a la parte de lo horrendo de los textos. Por calle 25 de mayo, caminando de nuevo a la parada, me sometí a una nueva serie de reflexiones, pero estas eran mucho más superficiales que las de temprano. Al llegar a la intersección con Mendoza, las luces se apoderaron de mi atención, y vaya paradoja, era la inauguración de una gigantesca libreria. La muchedumbre se agolpaba en la puerta y un hombre barbudo con sombrero junto a unas chicas anunciaban sorteos y entregaban panfletos. La posibildad de ganar algún premio, y el encuentro de mi amigo Rubén Peréz, influyeron en que hiciera caso a la recomendación de las promotoras y pasara a ver algunos libros. Además era un buen ambiente para hallar alguna nueva obra y así dar final a mi crisis literaria. Caminamos con Rubén por los más de 100 metros cuadrados del hermoso local vidriado y finalmente centramos nuestra atención en los clásicos. Yo estaba decidido a comprar alguna obra de Dumas, Tolkien o quien fuere, y en cuanto mencionaron mi número por el altavoz, el 223, y me hicieron adjudicatario de un descuento del 50% para todos los productos, mi decisión se reforzó aún más. 
 Sin embargo, mi alegría duró poco, porque mientras evaluaba la mejor opción en la sección de "Ensayos" la  misma voz que me declaró ganador del sorteo dio el siguiente mensaje: "en una de las secciones se encuentra escondido un boleto rojo, el que lo halle, gana un reproductor de dvd con 3 películas a elección". Quizás guiados por el conocimiento de la calma de las personas que frecuentan las librerias o cegados por la actitud festiva de la inauguración, lo cierto es que la estrategia para ganarse a los nuevos clientes fue el comienzo de la debacle. Los hombres y mujeres corrieron a buscar entre los libros, y para mi (mala) suerte, la sección "Ensayos" se encuentra al lado del lugar donde el hombre barbudo de la libreria daba los mensajes, por lo que una horda de personas desenfrenadas corrieron a mi puesto y se abalanzaron sobre mí. Perdí noción de mi posición de inmediato. Caí al suelo, a la vez que los libros volaban por todas partes y los pies de la muchachada avanzaban sin piedad sobre mí. 12 minutos tardó el caos en acabar con los libros de todas las secciones, la situación se había vuelto incontenible. 
 Finalmente abandoné la librería solo (porque a Rubén lo había perdido en la batahola) y sin libros. 
 El bochorno del que había sido parte, fue esencial para abandonar totalmente mis posiciones acerca de la normativa que había pensado durante la tarde y también para olvidar la posibilidad de que la intelectualidad sea consecuencia inseparable de los libros. Algunos dicen que la conciencia es, en definitiva, lo que nos separa de los animales, pero en ningún momento se desestima nuestra naturaleza salvaje, propia de nuestra especie. 
 Por lo pronto, pienso que leer pasó de moda.

Los mundos de Cortázar son tan raros, que motivaron este relato

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