viernes, 6 de mayo de 2011

Enero, condolencias y más...


 Siempre de la misma manera. Rígidas, sobrias, tremendamente melancólicas. Así eran mis mañanas desde que Lucía me dejó.
 Aún quedan frescos en mí los recuerdos de aquel fatídico enero de 1955, por lo que procederé a ilustrar con palabras los sucesos que me llevaron, en menos de 31 días, de ser un amante presuroso a un desconocido vagante, amable y condescendiente.
 Desde ya debo aclarar que me declaro libre de culpas, es más, lo hago ahora para que ni siquiera deban tomarse el trabajo de volver sobre mí al finalizar este capítulo…
 Yo conocí a Lucía 2 años atrás, en uno de mis viajes al interior y sería poco fiel a la verdad si no aclarara que empecé a amarla en cuanto la conocí. Fue en un viejo café en la ciudad de Reconquista (siempre recuerdo ese momento y no puedo evitar llorar como un chico). Ella permanecía inmóvil frente a una mesa, con la mirada perdida; como cuando uno espera vagamente algo y va perdiendo segundo a segundo las esperanzas de obtenerlo; así estaba ella, inmaculada y radiante hasta que mi torpeza y yo la confundimos con una mesera del lugar. ¡Vaya estúpido que fui!
 En ese entonces Lucía tenía 34 años recién cumplidos y pujaba por convertirse en médica pediatra porque amaba los niños (lo repetía siempre que podía). Quizás por ese particular detalle fue que cuando la tomé por moza reaccionó con tanta sutileza y ternura señalando con un movimiento de su dedo índice mi terrible equivocación.
 Pasaron algunos segundos entre mi equívoco gesto y el momento en que llegó Carlos Morán a mi mesa. Morán era un hombre de negocios con el habíamos montado una pequeña empresa constructora que realmente era un fraude. Nuestro mecanismo era el siguiente: Montábamos una oficina en ciudades medianamente grandes del interior en las que nos presentábamos como hombres de la gran ciudad,  invitábamos a inversores locales a formar parte de la oportunidad de sus vidas; les ofrecíamos departamentos a estrenar que eran una ganga en ciudades vecinas, a los que incluso organizábamos visitas guiadas, y luego nos alzábamos con el dinero hacia otras ciudades. Seguramente pensaran que es un plan algo tosco para una persona intelectual como yo, pero no se imaginarán, con seguridad, que la parte fundamental del éxito del plan, la de las visitas guiadas a los departamentos a estrenar fue idea mía. Sólo a mí se me había ocurrido ofrecer algún dinero a los albañiles para obtener su permiso a la obra en construcción.
 Más allá de eso, con Morán acordamos encontrarnos en el café de don Díaz, a las 14 horas, y esta vez el motivo no tenía que ver con la planificación de un nuevo golpe sino que era algo mucho más importante, y aunque no me había dado ningún detalle yo lo había notado en sus ojos al entrar al bar. De hecho no estaba equivocado: su padre había fallecido y debía viajar con urgencia a Italia para velar sus restos. Mi preocupación fue doble. Me sentía compungido por la noticia, porque había aprendido a valorar a Carlitos después de tanto tiempo de compañerismo, y a la vez una incertidumbre demencial se apoderaba de mí. ¿Qué iba a hacer hasta que vuelva Morán?
 Yo estaba sólo en este viaje, no contaba con nadie más que con Carlitos. Y ahora estaba sólo.
 Morán abandonó la mesa y partió rumbo a la terminal, yo  no lo acompañé porque aun esperaba el café que había pedido 20 minutos antes. Recuerdo que mi ira se concentró en la ausencia de ese café. En ese instante la muchacha partícipe de la confusión relatada anteriormente, por entonces desconocida, se acercó a la mesa y con una voz burlona me dijo: “no hay porque tener esa cara muchacho”. La miré desafiante. -20 minutos por un café, ¿podes creer?-, le dije sin titubear mientras me incorporaba de la silla para retirarme. Caminé dos pasos y sentí su mirada en mi nuca como un golpe, di la vuelta y nuestros ojos se entrelazaron.
 Salí del café reflexionando sobre la extraña situación vivida minutos antes y cuando giré en la esquina de Pueyrredón la vi. Seguía inmóvil, como cuando esperaba frente a una mesa la llegada de ese algo que nunca llega. Me acerqué casi corriendo y le pregunté si se había perdido. Me respondió moviendo el rostro que no, luego me pidió permiso para acompañarme durante unos minutos y caminamos por Pueyrredón hasta la plaza.
 Nos sentamos en un banquito sin respaldo frente a una fuente sobrepoblada de musgo. No comprendía aun con certeza el porque de su compañía ni mucho menos la coherencia de su accionar. De igual forma la observé durante unos minutos, analizando de esa manera cada uno de sus detalles pormenorizadamente.
 Las palabras no abundaron en aquel primer encuentro pero evidentemente algo se había encendido entre nosotros, en aquella vieja cafetería de barrio. Hasta antes del mes de enero de 1955 era inevitable para mí relacionar su presencia en aquel bar de Reconquista, a algún caprichoso plan del destino. Me podrán decir ustedes que el destino y las casualidades no existen, y que los hombres somos causas de nuestras acciones, pero en aquel entonces elegía creer en la ingenuidad  absurda de un destino.
 Los días posteriores a ese primer encuentro se sucedieron con notable rapidez, una rapidez abrumadora que a mi entender amenazaba el éxito de nuestra relación.
 Dos meses más tarde Carlitos Morán ya estaba de regreso y se disponía a reincorporarse a los negocios, todo lo contrario a lo que formulaba en mis siestas mientras dormitaba en la falda de Lucía. Yo imaginaba (mejor dicho, deseaba) que Carlitos, verdaderamente golpeado por la muerte de su padre, no pudiese continuar con las operaciones y los fraudes. Sin embargo, antes del invierno, Carlitos y yo ya estábamos planeando nuevos y majestuosos planes.
 Lucía desde el primer momento mantuvo una posición relativamente alejada a nuestra sociedad (¿criminal?) y hasta los primeros días de 1955 no habría de saber el porqué.
 Lo mencionado en los párrafos anteriores, para mi gusto, es suficiente contextualización. Es momento de atacar el nudo del problema: el día en que me condené a pasar el resto de mi vida vagando por pueblos solitarios sin compañía mayor que la vieja petaca de mi abuelo, sin más, por una decisión apresurada y estúpida.
 12 días de enero habían pasado del innato año de 1955 y con Carlitos Morán habíamos concretado casi 100 operaciones con éxito. Y aunque cada vez se reducía más nuestro margen de acción, y corríamos el gran riesgo de que alguien nos reconociera, lejos de portar una actitud temerosa y desconfiada, nos paseábamos enaltecidos por cada uno de los lugares que visitábamos en pos de una nueva estafa. A todo esto, Lucía permanecía en la ciudad de Reconquista, viviendo en una casa que le había comprado con la fortuna producto de más de dos años de fraudulencia. Debo aclarar en este punto que nunca, pero nunca, habría imaginado que el dinero y las joyas con las que nos pagaban los esperanzados compradores inmobiliarios, se volverían en mi contra y de qué manera!
 El día 13 me escabullí de la cama temprano, antes de las 7, y salí rumbo a la cafetería de don Díaz. Allí estuve hasta las 10 conversando con el propio Díaz, con quien había trabado una inusitada amistad luego del altercado del café, que ya había quedado en el pasado. A las 10 y cuarto advertí que había olvidado un juego de llaves, con el que abriría la casa una vez que Lucía se fuera a visitar a su madre. Por ese motivo volví al viejo caserón con un paso veloz. Recuerdo que uní los destinos en menos 5 minutos, algo que habitualmente me costaba más de 15.
 Admito que nunca había desconfiado con seguridad del amor de Lucía, sin embargo, cada vez que entraba a la casa, lo hacía con un silencio fantasmagórico, intentando de esa manera descubrir lo más oscuro del ser que me había hecho tan feliz. Pero nunca me había llevado tal sorpresa, por lo que dejaba todo el melodrama para el radioteatro. Pero ese día fue distinto, porque entré sin hacer demasiado explícita mi llegada pero en la oscuridad del porche, había tirado un jarrón y lo había despedazado. Aun así, Lucía no oyó el desastre y siguió en lo suyo. Caminé rumbo a la habitación pero no la encontré allí. Seguí mi camino hacia la biblioteca y en el trayecto oí murmullos que me parecían estremecedoramente familiares. Era una voz de hombre, apagada, que no lograba reconocer, sin embargo a cada paso mi cabeza echaba a volar cientos de posibilidades, algunas terroríficas como un asalto y otras no menos terroríficas como la visita del padre de Lucía. Son muchos pasos los que separan la habitación de la biblioteca y esta vez parecían más, seguramente por el temor que se había apropiado de mi cuerpo, imposibilitando el movimiento vertiginoso que me caracterizaba. En ese momento me sentí como caminando por una espesa neblina y no poder hallar una zona despejada.
 Cuando me paré frente a la puerta analicé dos opciones: una era entrar con seguridad y mantenerme en un sentimiento de tranquilidad ante las posibles consecuencias y la otra era acercarme a la rendija de la puerta para intentar oír la charla y ni siquiera correr el riesgo de sufrir una sorpresa indeseada. Me incliné por la segunda y acerqué mi oreja derecha por sobre el piso. El silencio se había apoderado de la situación, recuerdo que esperé no menos de 10 minutos entre aquella tranquilidad y la siguiente palabra del misterioso interlocutor.
 Me llevé una gran sorpresa una vez que asocié la voz grave y apagada con el cuerpo físico de mi querido amigo Carlitos, y fue aún mayor la sorpresa cuando oí a Lucía del otro lado.
¿Qué extraña cosa estaba sucediendo? ¿Era capaz mi gran amigo Carlitos de engañarme con mi amada Lucía? Pero no, era mucho peor, lo que había oído me preocupó a tal punto que abandoné mi sitio tras la puerta y huí despavorido.
Corrí sin ver a mis alrededores con una velocidad sorprendente, intentando no pensar. No obstante, sabía que era inevitable. Me senté en la plaza de Pueyrredón y recordé una y otra vez las frías palabras de Lucía, que daban vuelta en mi cabeza y amenazaban mi cordura. ¿Qué había dicho? “que el plan marchaba a la perfección, que yo era demasiado ingenuo y que, cuando lo disponga Morán, pondría punto final a la operación y podrían marcharse a Italia”. Reflexioné durante horas hasta que decidí volver a la casa con intenciones salvajes, pero cuando regresé ya se habían retirado.
 Salí de la casa hacia el hogar de Morán y en el camino me formulé cientos de preguntas. ¿Podía el encuentro casual con la muchacha desconocida que por entonces era Lucía haber sido obra de un plan fríamente calculado? ¿Carlitos era tan calculador? ¿Por unos cuantos millones de pesos sería capaz de tal traición? ¡Puta!, y tanto que había hecho yo por él y ahora me iba a matar por unos billetes...unos miserables billetes.
 Para cuando llegué a lo de Morán, las respuestas a mis interrogantes eran tan claros que hasta me sentía verdaderamente un niño ingenuo por no haber descubierto anteriormente tal brillante traición. Me atendió una muchacha que se hizo llamar Inés y me indicó que “el señor” Morán volvería en unos minutos. Decidí esperarlo junto a la puerta. Recuerdo que tardó exactamente 23 minutos en volver, lo suficiente como para que mi furia avance incesante por un camino jamás transitado.
 Sin embargo mantuve la tranquilidad y lo invité a acompañarme a la casa para mostrarle unos proyectos. Aceptó sin dudarlo y nos dirigimos a mi hogar.
 Una vez que llegamos le pregunté por Lucía, si es que no la había cruzado en su caminata por el centro, respondió que no y miró al piso. Entonces sonó la puerta, podía ser Lucía y facilitarme así el trabajo de tener que interpelar a uno por uno. Bajé las escaleras y abrí la puerta, entonces la vi, radiante como siempre, y antes de invitarla a pasar descubrí que mi amor por ella era incalculable. Pero para entonces mi rabia se acumulaba preocupantemente, recuerdo que en ese instante me creía capaz de cometer cualquier locura.
 Una vez todos arriba evité hacer menciones que dieran pie a sospechas entre los canallas farsantes porque en primera medida planeaba descubrir su maléfico plan pero no tenía un modo, así que segundo a segundo mis planes se diluían en una cortés charla. Pero fue una frase de Carlitos lo que me sacó totalmente de quicio, lo que hizo que ahora esté redactando estas líneas. Dijo: -Planeo visitar Italia en unas semanas- y río tibiamente mientras una mirada cómplice se deslizaba entre ellos. Lucía dijo que le gustaría conocer Europa y que se imaginaba prontamente paseando en góndola por Venecia. Para mí fue la gota que rebalsó el vaso. Un sentimiento inexplicable recorrió cada centímetro de mi cuerpo, me paré y tomé de los hombros el escuálido cuerpo de Morán para sacudirlo contra la pared. –Pará animal, lo vas a matar- gritaba desde un costado Lucía. Recuerdo que fue entonces cuando lo solté y le partí una silla de madera maciza, Carlitos no reaccionó más. Lucía, en tanto había intentado un inútil escape por la ventana que tuvo que desestimar por la altura del viejo caserón, entonces me atacó con una pata de la silla destruida por la cabeza dura de Morán. Era una mujer aguerrida, con cierta altura, y con piernas ágiles por lo que no pude evitar que me golpeara la rodilla y escapara por la escalera. La seguí intrépidamente y me abalancé sobre ella cerca de la puerta principal. A partir de ese instante sólo recuerdo que la sometí con la ayuda de unas cuerdas, rocié el viejo parqué con nafta, le pedí mil disculpas y encendí un cerillo. A lo demás sólo lo recuerdo por los artículos periodísticos, que, me permitieron reconstruir los últimos minutos de la vida de Lucía y que aún almaceno en un cuaderno bajo mi catre.
 Con seguridad puedo imaginarme que a nadie, hasta aquí, se le ha ocurrido delegar algún tipo de culpabilidad a mi persona, puesto que, estoy confiado en que más de uno reaccionaría como yo. Es más, hasta pienso en que muchos de ustedes me expresarían las más profundas de sus condolencias, por ser un pobre hombre y haberme condenado a pasar el resto de mi vida entre las sombras, vagando con cuidado por los pueblos esperando no ser reconocido.