lunes, 28 de marzo de 2011

El tío Amancio II

Ya habían pasado casi 2 meses sin saber de él. Y no porque yo no quisiera sino que su vida de ermitaño propiciaba al desencuentro. Sin embargo el 23 de abril, dos días antes de mi cumpleaños, Amancio llamó a mi casa y dejó un mensaje preocupante. Y no es que yo no le haya creído a mi hermano por su notable incapacidad para recibir mensajes telefónicos sino que ese día había trabajado hasta tarde y mi humor no era el habitual. Además, para completar la grilla del infortunio, ya habían transcurrido más de dos semanas y yo seguía sin escribir ni una palabra.
 Al día siguiente recién le di entidad al mensaje del tío: quería verme urgente en Córdoba, más precisamente en el Patio Olmos a las 18 horas del día 24. Primero pensé en una de sus habituales bromas, luego en su ácido sentido del humor y finalmente evalué la posibilidad de asistir al encuentro, aún cuando estuviera a más de 500 kilómetros y mi auto no diera garantías funcionales. El mediodía aceleró mi decisión y antes de las 1 de la tarde ya me encontraba en la ruta, rumbo a la ciudad de Córdoba.
 No obstante el pesimismo de mi madre y de mi hermano, llegué al barrio cordobés de San Vicente a las 6 y 10 de la tarde. Pasé por la casa de Amancio, pero él ya no se encontraba allí. –Ya debe haber partido al encuentro-, pensé mientras conducía a toda velocidad por una avenida que rodeaba a La Cañada. Diez minutos mas tarde entré al Patio Olmos por la puerta de enfrente con un paso desesperado, casi sin mirar. Al llegar al final de la galería principal lo hallé. El gigante canoso estaba sentado en una mesa para dos y no prestaba atención más que a su agenda marrón, esa misma que le había regalado en mi última visita. Me senté enfrente de él y comenzamos a charlar. Enseguida mencionó que me mandó a llamar porque debía encomendarme una misión, para la cual era requisito excluyente que cumpliera con puntualidad el plazo de citación establecido. Seguimos charlando con el mismo tono familiar de siempre pero no pude obviar el dato de la puntualidad. ¿Acaso llegar una hora tarde era cumplir con el plazo establecido? Dudé durante algunos minutos pero finalmente lo olvidé. –Mañana vamos a jugar al golf y te termino de explicar todo -, dijo incorporándose de la silla. Luego nos retiramos.
 El 25 de abril, el aniversario número 23 de mi nacimiento, presentaba un marco para nada habitual.  Nos despertamos temprano y a las 9 de la mañana partimos en mi auto rumbo al Jockey Club. Pensé que quizá esa era una sorpresa de cumpleaños pero ¿que tenía que ver yo en un campo de golf? Si lo único que conocía de ese deporte, además de saber vagamente sus reglas, era que el ganador de un torneo en Estados Unidos tenía el derecho de vestir un simpático saco verde. Nada de eso importó al arribar a la cancha. Entramos a pie y Amancio cargaba consigo una bolsa con más de 10 palos, unas cuantas pelotitas y una boina digna de un gran personaje. Inmediatamente colocó una pelota en el piso y le pegó con fuerza. –Así comienza la magia de este juego- bromeó al ver mi cara de aburrimiento, y luego me hizo cargo de la bolsa de palos. –Pendejo te traje a esta provincia para que seas mi caddy-, dijo con notable seriedad, extraño para quienes conocíamos a Amancio. Yo sabía que mi tío no era un improvisado en ningún aspecto de su vida y eso me tranquilizó. El hecho de que estaba a más de 500 km de mi hogar y que había sido citado a ese lugar sólo para ser un aprendiz de golfista me llamó la atención, pero contrario a lo que esperaba, no me molestó.
 La tarde continuó con normalidad. El tío desparramó historias y anécdotas en cada metro cuadrado del extenso predio y yo caminaba a su lado con su bolsa de palos.  Lo veía feliz, como en su casa del barrio San Vicente o como cuando me visitaba una vez al año. Pero allí era en esencia otra persona. Su sonrisa de oreja a oreja mientras caminaba de un lado al otro, mientras perdía pelotas a lo ancho del terreno, me convencieron de que no había mejor regalo en ese día, que su felicidad.
 Seguimos los hoyos uno a uno, hasta que la luz nos abandonó por completo. En el camino aproveché alguno de los impasses del tío para mencionarle alguno de mis problemas, entre ellos, el que más me importaba solucionar: seguían pasando los días y yo continuaba sin agregar ni una palabra a mi boceto. –La urgencia no es compatible de la necesidad; cuando sea el momento vas a tener algo sobre que escribir- dijo con la calidez de un padre. Pasaron 2 minutos y siguió. -Para jugar golf tenés que ser un tipo extremadamente tranquilo y caminar durante horas con cara de preocupación -, me dijo y volvió a sonreir. Yo lo miré y me preocupé por prestar atención a cada uno de sus consejos.

miércoles, 23 de marzo de 2011

José sabía


 Todo tiene alguna explicación y don José lo sabía. O al menos creía saberlo.
Y no fue hasta el día 18 de mayo del corriente año en que el destino puso en jaque su paradigma. Ese día, José Zuviría se despertó en una habitación que no conocía y entonces temió lo que tanto lo preocupaba y mantenía en vilo desde hacía varios meses: pensó que se había muerto mientras dormía.
 Cuando abrió los ojos estaba cubierto por una colcha despedazada por el paso del tiempo y un ventilador ruidoso perturbaba la paz del cuarto de paredes blancas. La cama en la que se encontraba recostado tenía un colchón casi imperceptible a la vista y al tacto y chirriaba ante el más mínimo movimiento. En el momento en que había asumido su situación y el temor que lo invadía en primera instancia se había disipado, un joven entró sin tocar la puerta. –José ya es hora de levantarse – dijo con seguridad mientras se acomodaba un delantal blanco. José dejó su posición horizontal con asombrosa rapidez para un hombre de su edad y se calzó las alpargatas que tenía al pie de la cama. Mientras caminaba en círculos alrededor de la habitación se formuló toda clase de preguntas y descubrió que para la mayoría de ellas no tenía una respuesta que lo convenza. Y eso era nuevo para él, porque siempre se había jactado de ser un hombre de mundo, al que la ignorancia le parecía grotesca. Decidió dejar de lado sus planteos y salir en busca de algunos veredictos sobre su situación. Caminó tres pasos y se encontró con un pasillo que tenía el mismo color tenebroso del cuarto que había abandonado. Las puertas, había contado 6, se abrían de par en par y por ellas se asomaban otros ancianos y ancianas, que en su mayoría miraban al piso y vestían de igual forma. –Debo estar en el cielo de la tercera edad- pensó, y aunque quiso reírse no pudo.  Continuó su marcha hasta una escalera, allí se detuvo y la contempló unos segundos, pero la duda y el temor se debatieron de nuevo en su cabeza y no pudo subir. Giró y cuando se dio cuenta se encontraba rodeado por unos hombres que le hablaban con un tono familiar y a José eso le resultaba siniestro. No sólo porque no comprendía lo que decían sino que se le acercaban cada vez más, al punto de arrinconarlo contra la pared. En aquel instante, el mismo joven que había irrumpido en su cuarto temprano, se asomó golpeando una pequeña campanita y de esa manera los hombres dieron un paso hacia atrás y se retiraron. José lo tomó del hombro y caminaron hacia el otro lado del pasillo, hasta un improvisado comedor. En ese trayecto le preguntó todo lo que pudo, pero no fue suficiente ya que  lo único que había logrado obtener del joven de delantal era que su presencia en ese lugar no era una novedad, de hecho este le había asegurado que lo conocía desde hace varios años y que nunca lo había visto con el gesto de terror con que lo había hallado un rato antes.
 La preocupación se impuso entre sus sensaciones para cuando tomó un lugar en el comedor. Se sentó en una silla de madera al lado de una ventana que daba a un patio interno y miró la maleza que crecía de una grieta durante varios minutos. Sólo así pudo concentrarse en pensar alguna estrategia para sobreponerse a este reto que se le había planteado, porque si bien había fantaseado con su teoría de la vida después de la muerte, el paso de las horas había puesto en evidencia lo absurdo de ese concepto. Su panorama era desolador y estaba demolido, abrumado. Y si es que existía una vida en el más allá, no podía ser tan aterradora.
Pero aún no estaba vencido. Se paró con decisión y se esfumó de la mirada del hombre de delantal, avanzó hacia el cuarto y buscó algunos objetos que revelaran indicios de su pasado o de su misterioso presente, pero la búsqueda fue en vano. En ese preciso momento advirtió que la clave para entender todo era consultarlo con los ancianos que aparentemente convivían con él. –Todo el tiempo estuvo frente a mis ojos y no me di cuenta- se repitió una y otra vez mirando la etiqueta en su chaleco que lo identificaba como José Zuviría y se lamentó por haber perdido la chance de interpelar a los ancianos sobre su situación.  Se había dejado vencer por el miedo, y según él, eso era cuestión de cobardes.
No obstante, en ese momento el joven de delantal se interpuso en su cometido y lo llevó de nuevo al comedor. –Tenés que ser obediente acá- sentenció furioso. A José no le había interesado la actitud del hombre de blanco dado que en cuanto encontró en los viejos hombres una posible respuesta había huido a lo más recóndito de sus pensamientos para idear un plan maestro. Y él era especialista en esas cuestiones…
Alguna vez ese hombre al que el cabello le era esquivo, y al que la artrosis azotaba por las noches, había sido un gran planificador. Ya había tenido éxito cuando se graduó como cirujano pese a sus manos temblorosas y cuando logró ser el primer tucumano en ganar un premio Nobel. Sin dudas había sido un hombre afortunado, sin embargo en ese momento era pura incertidumbre, un desconocido hasta para sí mismo.
 Su plan necesitaba varios días, aproximadamente cinco. Durante los primeros dos se encargaría de compenetrarse en la rutina de ese extraño lugar y en los restantes daría paso a la etapa más importante: concretar el contacto y obtener la información necesaria.
 Los días se sucedieron con un ritmo frenético. El tiempo en ese lugar parecía correr con prisa para José. Por ese motivo y otros tantos, cuando llegó el día más trascendental del plan no se encontraba listo y tuvo que posponer la operación. La problemática residía principalmente en que debía actuar con frialdad e inmiscuirse entre esas personas, ser uno más entre ellos, empero no podía lograrlo. Definitivamente esas personas no eran de su agrado, es más, cada vez que se les acercaba, no obtenía de ellos más que un tímido saludo e indiferencia.
 En diez días José sintió corromperse sus esperanzas. Empezó a no dormir, a hablar solo y a temer el contacto con cualquier persona. En su peor momento, cuando ya había pasado varios días sin hablar ni comer, y su accionar se limitaba a contemplar el techo durante horas, alguien golpeó la puerta con una impaciente y vigorosa fuerza juvenil. A José le extrañó este hecho porque nadie acostumbraba a tocar la puerta de su habitación, pero no lo molestó en lo absoluto y siguió impávido, como lo hacía desde el 19 de mayo.
 Tres personas pasaron y tomaron lugar en la cama. José seguía absorto. Se notaban impacientes e inquietos, en especial la más joven, una niña de unos 5 años que no paraba de gritar. Ese sería el último día en que el viejo José extrañaría al silencio.
 Los restantes eran un hombre de unos 30 años vestido de traje y una mujer de igual edad con un sombrero prominente. José intuyó que se trataba de una pareja. Ellos le producían un sentimiento de inseguridad, sin embargo continuó mirando la puerta sin demostrarles ningún tipo de reacción. La niña siguió recorriendo el pequeño cuarto hasta detenerse frente a José. Lo miraba con extrañeza pero al anciano no lo incomodaba, al contrario, la criatura provocaba en él una sensación de alivio y calidez. Luego se le montó sobre las rodillas y jugó con sus escasos cabellos durante unos minutos. En ese instante José volvió en sí y cortó con la pasividad de sus visitantes. ¿Quiénes son ustedes?, dijo mirando al hombre de corbata amarilla y este respondió sin titubear: –Yo soy tu hijo y ella es tu nieta-. José lo miró de nuevo y no le creyó. Si él era su hijo, ¿Por qué lo dejaría encerrado en un lugar como ese? ¿Podría realmente su propio hijo hacerle eso? Dudó durante unos segundos y volvió a arremeter. -¿Desde hace cuánto estoy acá?- preguntó con tristeza. El hombre lo miró y le dijo: 2 años y medio y de inmediato sacó una foto fechada en la que José abrazaba a algunos de sus compañeros de convivencia.
 Eso no podía ser cierto, se dijo José a sí mismo intentando consolarse y volvió a su silencio perpetuo, mientras en su interior confirmaba el peor de los presagios y daba forma a la respuesta más trascendente de sus días. La niña dejó sus piernas y volvió con la pareja, quienes conversaban en un tono silencioso y se miraban con resignación. Dos minutos más tarde abandonaron la habitación.
 El anciano siguió en su lugar y casi ni se inmutó al conocerse habitante del Instituto de Salud Mental Integral desde 1999 porque todo tiene alguna explicación y don José lo sabía.



lunes, 21 de marzo de 2011

El hombre que creó el fútbol

Eran finales del 2255 cuando me dieron el título honorífico por ser el hombre más viejo del mundo. Ciento cuarenta años, ¿quién lo diría, no? Y más teniendo en cuenta que de joven no había sido parte de la patraña mediática de los yogures bio-desarrollados y las berenjenas extraordinarias  cultivadas en la moderna República de Cumuco.  No, nada de eso.
 Todavía, desde que destroné al por entonces hombre más longevo del mundo (un chino simpaticón), no me había acostumbrado al acoso periodístico y a sus extraños modismos y muletillas.  Cada uno de mis cumpleaños, los reporteros con los ojos apesadumbrados por el calor de mi pueblo se presentaban con el tópico de siempre: ¿Cuál es la receta para vivir tanto? Y yo, desde que tengo 130 (cuando me hice conocido mundialmente, valga la aclaración) no sé que responder.
 Pasé noches y días preguntándole a mi inconsciente y al más perspicaz de mis bisnietos, quien lleva una pequeña reseña biográfica mía por iniciativa propia, que hice para merecer en (tanta) demasía el don de la vida. Recordé y seguí recordando, y un martes templado de marzo por fin encontré la respuesta: era el fútbol la causa y consecuencia de mi longeva vida.  Seguramente se preguntarán cómo arribé a esta conclusión y se sorprenderán por lo simple de su explicación.
Cuando joven nunca me había inclinado hacia la llamada “vida sana”, de la que tanto se ufanaban médicos y doctores sin licencia en la televisión. De hecho, en pleno acto de una rebeldía juvenil sin sentido abandoné mi hogar y por consiguiente desistí de los requerimientos calóricos mínimos necesarios para mi buena salud. Fueron 14 meses largos lejos de mi familia, en los que perdí peso y disminuí notablemente mi condición física.
 Una vez restablecido en la monótona realidad familiar, continué viviendo una vida descarrilada, como solía decir mi madre, en la cual nunca faltaba la cerveza al borde del abandonado predio de la Facultad de Veterinaria en el barrio de Agronomía.   Pasaron muchos años y muchas ideas. En ese trayecto los chicos del barrio, los amigos de toda la vida, pasamos numerosas veces por esas etapas en las que las utopías son tan ciertas que uno las puede tocar con el dedo índice.
 Entre nuestros sueños más frecuentes se hallaba el de crear un propio club para reivindicar al fútbol,  deporte que había sabido enardecer de pasión a cientos de millones de personas a lo largo del globo y se encontraba en un impasse ocasionado por las fechorías dirigenciales operadas desde Zúrich. Otra idea consistía en licitar el extenso predio de la facultad para estimular  el crecimiento de los por entonces extraordinarios vegetales milagrosos.  Sin embargo fue la primer idea la que estuvo a punto de concretarse ante la inminente desaparición del club del barrio, el glorioso Comunicaciones, en 2147. Y fue este, el “cartero” de Agronomía, el que redireccionó el eje de nuestros anhelos utópicos hacia otra parte, más precisamente hacía el propio club. 
 En 2150 Rubén Paz, el chico que derrochaba tanto dinero como simpatía, hecho ya un hombre, asumió como presidente de la comisión de salvataje propuesta por los vecinos para rescatar a la institución barrial. Me nombró como su mano derecha y juntos sufrimos la precariedad del fútbol argentino: la falta de estadios, el penoso estado de las canchas y la no menos importante ausencia de dirigencia en la Asociación del Fútbol Argentino, disuelta por orden de la FIFA unos años antes. No obstante, pese a esa cruel desición, la pelota nunca había dejado de girar ya que el desaparecido San Lorenzo de Almagro junto a una nómina de clubes antiguos decidieron crear una liga aparte y seguir dándole a la pelotita. El saldo fue terrorífico: 5 campeonatos jugados y todos obtenidos por el flamante socio fundador azulgrana.
 Paz y yo decidimos continuar con la reestructuración del fútbol de nuestro club y asimismo colaborar con la reanudación de los campeonatos nacionales, cosa que también habían iniciado en los principales países del mundo miles de jóvenes audaces. Los demás amigos barriales se adhirieron a nuestra campaña de una manera voluntaria y genuina, que, quienes habíamos tenido la oportunidad  de conocer el fútbol en tiempos anteriores a la desaparición de FIFA,  los comparábamos con los perdidos barras-bravas.
 Todo seguía un ritmo acelerado pero ordenado hasta que una de las primeras mañanas del 2152 me levanté de la cama asustado por un zumbido en mis orejas. Me incliné frente al espejo del baño y cual apagón generalizado, mi sentido auditivo dejó de funcionar totalmente. No oí a mi madre, aun teniéndola al frente mío, ni al médico que acudió al rescate de sus desaforados alardeos. Pasaron 10 días y nadie supo hacer un diagnóstico correcto del porque de tan extraña paralización en mis sentidos.
 En principio, reaccioné con optimismo porque sabía sobre antecedentes de personas que habían perdido la audición y la recuperaron en un lapso relativamente corto de tiempo, sin embargo, ese momento marcó el final de mi carrera dirigencial. Rubén, con quien ya había compartido innumerables vivencias,  me visitó una semana después de mi irreparable pérdida. Vino con una carta en sus manos y traía consigo menos gracia de la habitual. Estaba realmente compungido.
 Leímos la carta en la sala, y al finalizar una de las primeras líneas lo miré con un gesto de preocupación, una preocupación sincera. Me incorporé de la silla y en ese momento no alcanzaron los ademanes para mostrarle mi desagrado ante lo que había leído… porque quería ponerle mi nombre a la platea que yo solía frecuentar en el estado de “Comu”. No pude oír sus explicaciones ni leerle los labios pero inmediatamente le expresé mi negativa ante tal apocalíptico gesto.  Rubén se retiró y sólo así yo me calmé. Tomé un lápiz y redacté 2 hojas indicándole que no era necesario ese homenaje en vida y además no me iba a morir ni planeaba hacerlo en la proximidad.  Vaya paradoja.

 El 1er Torneo Preparación ya andaba por la 4ta fecha y Comunicaciones aún no había sido local por un error del improvisado tesorero Mario Valenzuela, quien se había olvidado de colocar unas bolillas a la hora de sortear el fixture. El día del sorteo estuvieron presentes todos los presidentes de los innatos clubes de la capital y otros tantos del Interior. Aprovecharon la reunión para sentar las bases de la nueva asociación de clubes. Casi sin mediar palabras, Rubén Paz se hizo cargo del mayor cargo en la nueva Federación y completaron la lista de vocales un dirigente por equipo, entre los que se destacaba un pícaro rubio de mirada amenazante llamado Julio Martínez, que representaba a la Unión deportiva Rio Grande.
Volviendo al torneo, Comunicaciones enfrentaba en la quinta jornada, por fin en su cancha, al complicado equipo catamarqueño de Ferrocarril Norteño, equipo dirigido tanto en la cancha como fuera de ella por un joven empresario transportista, y yo temía que llegara ese día porque no quería que mi querida platea norte tenga el nombre de alguien que no lo merecía.
Y aunque el tiempo es una ilusión, ese día vino tan rápido que no alcancé a prepararme.  Aún lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Era un domingo soleado y la temperatura invitaba a jugar al fútbol. Me levanté de la cama, desayuné y chequee mi correspondencia. Luego me vestí adecuadamente para un homenaje (inconscientemente)  y caminé las 2 cuadras que separaban mi casa de la cancha. Entré rápido y me encontré con lo que esperaba: un gran festín en mi nombre y los hinchas de siempre dispuestos a festejar la inauguración de la renovada platea.  Reaccioné rápida y coherentemente, acepté saludos e intercambié buenos deseos y luego todos nos acercamos a la nueva tribuna; era hermosa, recién pintada y las butacas eran de un nivel superior al esperado por los fanáticos. Me senté en la primera, la de siempre y esperé el inicio del partido.
 Hasta ese día nunca había discutido una decisión arbitral, sin embargo, con mi nueva situación de sordo, tenía ganas de poner un grito en el cielo por la injusticia que estaba observando, y no podía. Ver eso me remontó al momento en el cual el fútbol dejó de ser lo que era, el día en que la FIFA optó decididamente por darle la espalda a los jugadores y guiarse por la economía de mercado, aún más de lo que acostumbraba. Imposible no hacer mención de ese tema dado que fue la gota que rebalsó el vaso. Acá hago un pequeño resumen: Hasta 2130 sólo se permitía un jugador androide por equipo. En 2140 ya eran cinco más los árbitros y finalmente en 2148, el presidente de la federación más importante del fútbol mundial, mediante un decreto fundado, incorporó la regla que daba libertad a los equipos de todo el mundo a contar en sus filas con la cantidad de jugadores robóticos que quisieran. Al día siguiente de que el secretario Lewandosky diera publicidad a la nueva medida, el gremio que nucleaba en aquella época a la mayoría de jugadores humanos de fútbol inició reclamos a lo largo de todo el planeta y el deporte rey nunca volvería a ser el mismo, por lo menos eso creía en ese momento.
 El pope de la FIFA decidió no dar marcha atrás pese a las medidas de fuerza iniciadas por los futbolistas, entre ellas la paralización total del juego en el mundo, y continuó con su plan por la gran cantidad de intereses económicos que recaían en él por parte de las crecientes corporaciones de robótica. El punto final se dispuso el 23 de julio de 2148, día que la Confederación mater anunció su disolución. 
 Sin embargo esa historia era parte del pasado por la pujante actividad de los hombres de Agronomía y de otros tantos barrios en el globo, y yo estaba donde siempre quise, al lado del verde césped de mi querido club y viendo una de las peores injusticias jamás cometidas, algo que no acostumbraba a verse en los campos debido a los celosos tecno-árbitros, quienes dirigían con cuidado y efectividad. No podía creerlo, ¿nadie se daba cuenta de que el jugador de Ferrocarril había tocado la pelota con la mano? Parecía que no y yo quería gritar y no podía. 

 Una vez finalizado el partido, me paré, di unas vueltas para tranquilizarme y me tomé una cerveza. Tenía una sensación de vacío como la que deja una despedida.
Al mes siguiente, me reuní con mi amigo Rubén Paz y traía consigo otra carta-noticia inesperada: había conocido a un hombre capaz de curar mi inexplicable sordera. Yo no le creí y me reí de costado porque ya había escuchado de los chantas que se jactaban de milagrosos y finalmente sólo ocasionaban ilusiones sin sentido.  Terminé accediendo ante la insistencia de Rubén y juntos fuimos al consultorio en Avellaneda, cerca de donde solía estar el viejo estadio de Independiente. Allí nos atendió un viejito, joven a comparación de mi actualidad, y me dio unos caramelos con formas irregulares y no menos graciosas. La vuelta al barrio fue una ola de cargadas y bromas tácitas por parte de los dos, ya que habíamos andado toda la ciudad para que nos dieran los caramelos más caros de la historia.

 Tras una semana del dulce “tratamiento” recuperé la audición por completo. Me asusté al oír de nuevo porque fue una sensación tan extraña como placentera. También de a poco fui recuperando el habla y para la fecha 9 ya oía y parloteaba mejor que cualquiera.  No obstante, antes de ir a la cancha ese día fui a buscar al viejito de los caramelos pero nunca lo encontré y nadie supo darme un paradero correcto del hombre que había corregido mis problemas.
Volví decepcionado a mi casa y, sin mediar palabras, me retiré rumbo al estadio, más precisamente a ese lugar donde era de nuevo yo: la reconfortable butaca de “mi” tribuna.  El día no era el mejor, pensé, pero igual comprendí que los días malos suceden y son inevitables en la existencia. Me paré en la puerta del estadio, ingresé tranquilo y esperé por la felicidad que había vivido en la entrañable fecha 5 aunque no tuve éxito en mi cometido. La fiesta brillaba por su ausencia, las tribunas estaban repletas pero grises y los jugadores en la cancha no eran felices al ponerse en contacto con la pelota, al contrario, tenía la sensación de que se la quitaban de encima en cuanto se apoderaban de ella.
 En ese momento comprendí lo grave de la destrucción del fútbol, Lewandosky y sus anuncios catastróficos se habían llevado algo más que las Federaciones, habían desaparecido la pasión. Al instante pedí reunirme con Paz y le pregunté si siempre había sido así desde que juntos habíamos puesto en marcha el ambicioso proyecto de revivir al deporte. Me respondió con tristeza que sí.
Me retiré indignado y volví al día siguiente más temprano que de costumbre, listo para acelerar en la construcción de un plan para revitalizar el fútbol.  Inicié reuniones con los vocales y Paz me sorprendió con un nuevo gesto inesperado: me nombró presidente de la Federación Argentina y me dio las bases para guiar al resto de los clubes fundadores. Hoy, en este día, al conceder esta entrevista puedo decir que tras 70 años al frente de la Federación aún abogo por el motivo que me trajo a este mundo: el fútbol.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Lo que recuerdo del domingo

Me lo había dicho temprano y yo no le creí. -Que estúpido-, pensé mientras me retorcía del dolor y pedía auxilio en vano. En vano porque todos sabemos que a las 3 de la mañana de un lunes nadie anda en la calle...
 Todo se remonta al día anterior, más precisamente al comienzo del domingo 12 de abril. Ese día, yo me había despertado con los primeros rayos del sol y estaba presto a pasar un día normal, sin exabrupto alguno más que una tímida resaca producto de la noche anterior. Sin embargo en los planes de Gonzalo Vedía no figuraba tal cosa. 
 Acomodé lo  que siempre solía acomodar, primero mi almohada, luego la mesa de luz y por último el escritorio donde trabajaba de lunes a viernes. Con la cara limpia salí de mi casa rumbo a la panadería, donde compraría lo necesario para un desayuno rápido. Hasta aquí todo me resultaba familiar. Los rostros escasos de las personas que aprovechan el esplendor del día, en su mayoría ancianos, me hacían olvidar de a ratos que mi cabeza necesitaba un descanso prolongado. -La noche me está pasando factura- me repetía a mí mismo en voz alta mientras caminaba las 12 cuadras que separan mi viejo departamento del centro de la ciudad. Ese viaje de ida y vuelta y las visitas de los lejanos amigos eran mi único escape a la realidad, debido a que me encontraba sumergido en un mundo surrealista a causa de mi trabajo. Pero no me quejaba, al contrario, lo asumía como un plan del caprichoso destino.
Antes de entrar a mi casa, al pasar por el pasaje Magallanes, la mirada extraña e inquietante de Gonzalo Vedía desde la vereda de enfrente, como casi siempre, me había asustado.  Pasaba con frecuencia. Admito que más de una vez le temí al verlo concentrado en la matanza de cerdos. También admito que yo no confiaba en la cordura del hombre con el torso desnudo que me miraba con desprecio. Sea porque lo hallaba extraño en sus comportamientos o porque no se había criado a la par de los demás niños del barrio, debido a su prematura iniciación en el mundo del trabajo, lo cierto era que Gonzalo no causaba en mí ningún tipo de sentimiento benevolente y en ese domingo de abril se encargaría de confirmarlos.
 Gonzalo era más alto que yo, tenía una cara redonda con una sonrisa de dientes grandes y blancos que resaltaban por el tono ocre de su piel y sus manos rasgadas evidenciaban los 12 años de trabajo intenso a los que había sido sometido. Él no hablaba con nadie más que con su padre, ese hombre inmortalizado por la silla de mimbre en su porche, pero ese día cambiaría ligeramente sus planes. 
 Para cuando entré a mi hogar, estaba tan intrigado por el vecino y sus actitudes extrañas, que olvidé el desayuno. Decidí salir de nuevo para intentar repetir esa sensación y así dilucidar mis dudas, que por entonces ya inundaban el patio. Entonces el timbre me tomó por sorpresa, caminé apresurado a la puerta y miré por la rendija como Gonzalo se alejaba con un paso seguro de la entrada de mi casa. Tomé las precauciones necesarias y salí a chequear la normalidad de las cosas. Sólo a la vuelta pude descubrir el saldo de la visita inesperada de mi vecino, que antes de irse había dejado bajo una piedra un pequeño sobre de papel madera. Mi sorpresa fue inmediata, tanto por el inesperado gesto como por el hecho de que ese salvaje hombre conocía la lecto-escritura. Tomé el papel del suelo y entré a mi casa. El texto era breve y estaba escrito con un lápiz azul. Lo leí una y otra vez, y en cada ocasión más me costaba asimilar el mensaje. Mi reacción de incredulidad ante el mensaje fue instantánea porque aunque temía por los actos bárbaros que había visto cometer a Gonzalo, en el fondo de mi consciencia tenía la convicción de que ese gigante hombre era un incomprendido solitario. Dejé pasar las horas, y cuando el sol desapareció del horizonte ya me había olvidado totalmente de la pequeña proclama que había recibido. –Que estúpido había sido-.
 Dieron las 12 y me alisté para dormir. Una vez acostado, recordé que no había asegurado la puerta con el candado que siempre colocaba. Me incorporé a duras penas y llegué hasta la puerta, la abrí y contemplé la enormidad de las estrellas, dueñas del cielo nocturno. En ese momento volví a sentirme vacío, como cada día previo a mi caminata. Decidí que era momento de volver adentro pero antes enrollé la manguera con la que había regado unos días antes. Me arrodillé y sólo ahí lo descubrí, junto a ese escozor que me carcomía la espalda se encontraba Gonzalo, quieto y sosteniendo en sus manos el afilado cuchillo con el que degollaba cerdos.
 Su quietud se esfumó en un santiamén, me rodeó y alcanzó a asestarme dos golpes letales. Los suficientes para recordar que Gonzalo había decidido matarme en la noche. ¿El motivo? En las 5 líneas de su notificación aseguraba  que mi mirada diaria lo perturbaba, lo agobiaba al punto de no dejarlo trabajar con normalidad. Por esas razones, él había tomado la decisión de desaparecer esa mirada, la mía, y yo había sido tan ingenuo…






jueves, 10 de marzo de 2011

El tío Amancio


Sesenta y tantos años tenía Amancio en su primer viaje a mi provincia, Tucumán. Tío de quien escribe, el hombre llegó a la terminal tucumana ni bien pasado el mediodía. Calmo, como acostumbraba en cada uno de sus tantos viajes, tomó la valija del fondo de la bodega y caminó hasta la avenida donde, por fin, pudo subir a un remis y abandonar el caos que produce el recambio turístico de mediados de Enero.
Para cuando tocó el timbre de mi casa, Amancio ya había sudado más que al momento de patear su primera penal para el General Paz Junior en el 67'. -El calor del norte me mata- fue lo primero que dijo al tomar sitio en la primera silla que se le cruzó en su camino. En cuando adoptó una posición un tanto cómoda lanzó la primera de sus anécdotas características, esas que alguna vez habían mantenido entretenido al mismísimo Perón.
"Sobrino, ¿Sabías que yo fui el primero en patear una penal con las dos piernas ?", dijo con tono pausado. No pude contener la risa porque yo sabía que en gran parte de las ocasiones en que disparaba sus vivencias era para mostrarse como un tipo simpático y gracioso.  Sin embargo antes de lanzar la primera carcajada el tío ya había desviado el eje de su discurso hacia otra particular historia: era el momento del relato del arquero-delantero.
En 1973 cuando Amancio Suárez no había cumplido ni un año defendiendo de manera ininterrumpida los tres postes de su equipo enfrentó por la Liga Cordobesa al Racing provincial. En ese partido habría de producirse un hecho particular del que los escasos medios locales harían la noticia deportiva del día.
  Faltando 10 minutos para finalizar el encuentro, Amancio -del que por entonces no se sabía más que su nombre y que en su pasado había defendido los colores del Boca Juniors campeón del 65’- jugó con la salud de los cientos de hinchas que acompañaban al "albo" porque en un instante de parafernalia abandonó su posición de arquero para direccionarse hacia donde estaba el cuerpo técnico. Nadie entendió la conducta del número 1, que en ese entonces contaba con un marcado carácter juvenil fuerte. Amancio se sacó los viejos guantes del club y la camisa que lo identificaba como el golero local, tomó una camiseta de jugador de campo y volvió a ingresar a la cancha. El árbitro, para fortuna de mi tío, no había alcanzado a observar su travesura sino le habría correspondido la segunda tarjeta amarilla y la consecuente expulsión del partido. Pero había zafado de los ojos del juez y sólo faltaba la siguiente parte del plan, que era colocarse en la posición de centro-delantero para poner fin a la sequía del marcador -empatado en 0-. Para cuando reingresó al campo, llamó al compinche defensor Julio Nestor Díaz con un ademán furioso y lo mandó al arco para entonces concluír lo que para él sería una tarea demasiado simple desde su visión agónica de arquero. Corrió los 100 metros largos del césped como si fuera un leopardo y pidió asistencias a sus compañeros con gestos de todo tipo. Pero tuvo que esperar que el mismo Julio Díaz hiciera partir un bochazo de 40 metros faltando pocos segundos para el final. Controló con dificultad la pelota y en ese momento sintió que el tiempo se detuvo. Allí volvió a ser el arquero humilde del barrio San Roque y eso lo conmovió en su nuevo rol de atacante; para entonces ya había eludido la marca de un rival y se encontraba próximo al remate. Otra vez todo se detuvo. Amancio volvió imaginariamente al lugar del que nunca tendría que haber salido, su área chica y sólo desde allí vislumbro la obviedad del punto débil del arquero rival: su pierna izquierda tardaba un momento más en reaccionar que el resto de su cuerpo. Para entonces se había visto obligado a apurar su definición y optó por un tiro rasante al palo más lejano que su visión periférica identificó. La pelota inquieta tocó la base del poste que apuntaba  a la calle Arenales y se coló al fondo de la red de cuero de chancho.
 Un gol tan extraño tuvo que tener una celebración extravagante, pensé. Pero no, nada de eso. Amancio siguió el relato sin ampliar demasiado en detalles. Me dijo que sólo había festejado el gol con un grito seco, como el de un indio que va al choque contra un vaquero y se rió. Yo no entendía el porqué de la docilidad de ese festejo pero no quería caer en el pantano de la repregunta porque nunca me habían gustado los cuentos pausados y con mi tío me costaba hacer una excepción, pero la hacía a duras penas. Noté su mirada exhausta y recordé que ese viejo simpático en abundancia ya casi no tenía quien oiga sus relatos/ficciones y que en algunas ocasiones lo habían visto recorrer plazas y subirse a colectivos que no lo llevaban a ninguna parte sólo para improvisar interlocutores. Lo cierto era que sólo yo, su “sobrino de lejos”, lo oía con respeto y esperaba el final de sus cuentos que a menudo se entrelazaban con otros y duraban horas. Fue entonces que casi sin querer le pregunté sin perder el hilo de la conversación por que casi no había festejado el gol. La respuesta fue inmediata: -es que estaba nervioso porque después del partido tenía que ver al Presidente Perón-. Me quedé perplejo y me sentí burlado...¿Para qué tendría que ver mi tío al presidente?. A partir de ese momento comencé tibiamente a adherir a la idea del único hijo que seguía en contacto con él y sentenciaba que ese viejo era un maníaco mitómano, pero lo dejé continuar..."Perón sancionó la ley 20.843 y yo por ser el séptimo hijo varón y además un hombre lobo en potencia tenía que recibir alguna mención… ¿O acaso no sabías?".  Y con una breve reseña sobre licantropía comenzó de nuevo...


* Dedicado a mi tío Claudio Amancio, el verdadero, el poeta.
 

martes, 8 de marzo de 2011

La explicación -para Belén

 Leí alguna vez que suena más importante decir que uno es narcisista y no un idiota, y me sentí realmente complacido con ese concepto anónimo. Adherí a la idea durante varios meses, mencionándola en repetidas ocasiones para pasar por inteligente y alguna que otra vez para desprestigiar la personalidad de algunos enemigos amables. A ellos con frecuencia solía envidiarlos pero con una envidia menor, sencilla, intransigente, sin importancia -me pongo nervioso a la hora de justificarla-. Es un hecho que cuando hago declaraciones de este tipo me preocupa demasiado la imagen que aporto de mí pero ahora no viene al caso porque estoy preocupado.
 Hasta el día de hoy me había conformado en exceso con palabras científicas y con ideas prestadas, y nunca -hasta hoy,como dije- por el sentido amplio comprensivo de las mismas. Sin embargo fue el día que transcurre el elegido para formularme preguntas de tipo esencialistas y razonamientos por demás inquietantes.  Cuando el café matutino libró mi consciencia de los formulamientos que me mantuvieron en vilo desde las 7 oí en la televisión que el narcisismo es el diagnóstico de moda. Según una emocionada presentadora son cada vez más los famosos y no tan famosos que son tildados de narcisistas. Sólo en ese momento me dije: ¿que es ser narcisista? y la definición que tomé de mi enciclopedia de referencia me inquietó. El primero que había utilizado el concepto había sido el austríaco profesor Sigmund Freud, quien lo había tomado de un antiguo mito y había logrado instalarlo en el campo de la psiquiatría. La opinión de la gente entiende al trastorno simplemente como el amor a la imagen de sí mismo, no obstante el campo de referencia no se agota con facilidad y yo me encargué de intentar aprehender sus pormenores. Lo que me siguió a continuación fue una progresiva inquietud. A medida que adentraba en la lectura me sentía cada vez más identificado, la tensión se apoderó de mi cuerpo y al llegar al último párrafo no tenía uñas que morder. En el trayecto saqué conclusiones de todo tipo, la mayoría de carácter apocalíptico pero no me desalenté hasta finalizar el artículo. Ya había tildado la falta de empatía; al autoestima variable; las actitudes arrogantes y por último el hecho de que hallaba en mi persona un ser especial,único y creía que las personas no me valoraban como tal; y me saqué de quicio. Me paré, me senté y me volví a parar. Para ese entonces ya mi mente no reaccionaba con normalidad por que yo, yo de ninguna manera podía ser un narcisista. No, no podía porque la normalidad rodeaba mis comportamientos, me asfixiaba y lo aceptaba con pasividad. Eso creía hasta el maldito momento en que tuve que cruzarme con Freud para por fin sentirme un narcisista, y además el agregado de su cercana homofonía con la palabra nazista,nazi o nazismo. Detesté la situación porque yo no soy un narcisista de ningún tipo. NO, no lo soy -lo seguí repitiendo con ansias-. Entonces debo ser un idiota ¿No?

sábado, 5 de marzo de 2011

El juego...

Al momento de conocer la escritura sobre papel de seda, Juan Cortés era un hombre medio-viejo, marchito y sin ganas de luchar. Precisamente el día que se produjo el arribo de la invención china a la comarca de Andalucía marcó también el final de su carrera militar. La madre de Juan solía recordar ese martes cercano a las navidades en la orilla de su cama, mientras admiraba la belleza de sus pies. Hasta ese día nunca había pasado nada importante en el pueblo, del que sólo se sabía existente por sus grandes campos de bananos. Era un lugar tan tranquilo que hasta se podía oir al silencio, sin embargo todo cambió durante 24 horas tan vertiginosamente que precipitó un ataque de tristeza en numerosos habitantes del pueblo (aunque fueron los menos). La gran mayoría recibió con júbilo a la comisión que había llegado desde la lejana capital para dar a conocer la invención. Eran todos hombres de entre 25 y 40 años que reían con frecuencia e intercambiaban miradas temerosas. Se sentaron en la plaza y comenzaron un espectáculo que duró hasta entrada la noche. Allí otorgaron las primeras concesiones del gran invento y la consiguiente instrucción para su uso.
Al día siguiente, cuando el grupo de hombres abandonó la ciudad, el pueblito estaba tan desolado como de costumbre. La única escuela con sus 2 maestros, la pequeña plaza principal y el ayuntamiento agrietado por la humedad se veían como si nada hubiera ocurrido el día anterior. Los rostros felices, el paso acelerado de la gente y la celebración se habían extinguido tan rápido que casi nadie había alcanzado a percatarse de lo que había sucedido.
 Pero había alguien que sí, ese era el por entonces desfachatado Juan Cortés. Él había contemplado desde lo alto de su ventana el paso momentáneo de la alegría por el pueblo. Y fue ese precioso momento el que lo decidió a hacer algo con lo que había soñado desde que viajó a la capital por primera vez para formar parte del ejército del rey: dedicarse a lo único que realmente le interesaba, la enseñanza de niños. Sus deseos, truncos, se debían principalmente a que provenía de una familia con tradición militar y a la terquedad de su madre. Su padre don Ramón Cortés, muerto en batalla, lo había instruído en el arte de la guerra desde que era tan niño como ingenuo. Juan no había tenido oportunidad de conocer a su abuelo (fallecido por una extraña enfermedad) no obstante su padre se encargó de mencionarlo en cada uno de sus relatos de la reconquista para tenerlo siempre presente aunque cuando pequeño él no había tenido una relación tan fructífera como la que por entonces entablaba con su hijo.
Liciado joven, don Ramón era un hombre rebelde, de marcado espíritu valiente y de gran corazón. De hecho, al momento de nacer ya había enfrentado y vencido la batalla más dura dentro del vientre de su madre, de la cual resultó ileso. Cuando cumplió 25 años conformó la primer milicia civil del interior y fue el encargado de liderarla en una expedición a la frontera. Esto le valió el reconocimiento del trono español y el aplauso de otros tantos civiles en la capital. A los 27, ya condecorado y reconocido por sus pares, tuvo que abandonar la militariedad por una infección que le terminó amputando ambas piernas. Pese a sus limitaciones no abandonó su espíritu de hombre de lucha. Reunía semanalmente a un comité de hombres del pueblo para debatir sobre cuestiones de estado, políticas nuevas y libros leídos. La relación con su hijo se agrietó con el paso del tiempo tanto que mientras moría a los 54 años se arrepintió de tantas cosas que no alcanzó a recordarlas.
 Juan Cortese continuó su vida con la energía propia de un luchador. Su apellido le valió muchas ventajas y el reconocimiento de gente que no conocía. Su madre admiraba en el joven Juan ciertos rasgos y actitudes de su padre, aunque lo consideraba menos inteligente y extrovertido. La adultez lo indujo en una problématica decisión sobre su futuro. Podía ser militar como su padre o ser militar como su abuelo, se decía a sí mismo mientras su madre lo miraba con dureza.
Pero él no había nacido con la aptitud para continuar la tradición familiar. Sin embargo su madre le refaccionó el viejo traje que usaba su padre cuando partía en misiones y lo envió a la capital.
 Fue instruído 4 meses hasta que los rumores de una inminente guerra civil puso a los jóvenes militares a patrullar las calles de la comarca. Rápidamente se convirtió en referente y lideró a sus tropas en 4 enfrentamientos, de los cuales sólo venció en una ocasión, la más importante según él.
  Cuando la situación se normalizó fue el momento perfecto para retirarse de la formación militar y volver a su pueblo, del que tanto extrañaba la tranquilidad y la soledad. Siempre quiso volver a su lugar de origen para ser maestro de escuela y colaborar mediante la enseñanza para que no sea necesaria una futura carrera armamentista.
En tres meses se incorporó a la escuela y empezó a realizar sus primeras tareas como auxiliar del maestro con más antiguedad en el cargo, próximo a retirarse. Al año ya era el maestro principal y el subsiguiente lo halló ocupando el cargo de director general. Su desempeño era el esperado, óptimo según sus pares. Se convirtió en referente para la juventud, para los que siempre tenía consejos eficientes y juegos ingeniosos que había importado de sus tiempos de militar.
Fue el único crítico de la incorporación del papel a la actividad escolar. Se opuso a las políticas de enseñanza configuradas desde la capital para alinearse con un nuevo método, su método por el cual recibió cientos de palabras de apoyo. Cuando se produjo promoción al cargo máximo dentro de la escuela, incorporó a un nuevo maestro, con el cual tuvo una relación contradictoria. Junto a él serían los creadores de un juego que causaría conmoción en el pueblo y que traería el júbilo de nuevo a cada puerta de cada hogar.
Un martes de abril Juan Cortés descubrió lo que para él era una gran traición. Fue Juan Manuel de Andrada, el nuevo profesor, quien había optado por hacer caso omiso al pedido del director Cortés que demandaba a cada profesor dedicarse a la enseñanza a la vieja usanza, la anterior al descubrimiento del papel de seda. La anuencia y confianza con la que contaba para con cada profesor se vió en peligro por motivo del novato profesor. Sin embargo no lo reprimió y redobló la apuesta. Otro martes del mismo mes citó a jóvenes y adultos al patio de la vieja escuela para que sean testigos de un momento importante en la historia del uso del papel. Cortés se jactaba, antes del acto de haber encontrado una nueva utilidad para el polémico papel, que no había sido aceptado con éxito como sí lo había sido en otras partes del globo.
 El director recogió grandes cantidades de papel, dos sillas de mimbre viejo y pegamento escolar. En clase, pidió a cada uno de sus alumnos que redujeran al papel rectangular a su forma más simple, en otras palabras, arrugarlos hasta compactarlos en forma de limones. 
Cuando llegó el martes de la citación, el director Cortés ya había compactado cientos de ideas provenientes principalmente del estudio de la civilización maya de donde había tomado prestada la esencia de su pok-ta-pok. Por último empapeló la ciudad (dato curioso) con lo que sería, según él, un momento épico en la vida útil del papel de la china.
 La gente se agolpó en las inmediaciones de la escuela y el ruido se apoderó de nuevo de la ciudad. Pasaron 20 minutos y nada sucedía hasta que Cortés apareció sosteniendo en sus manos 4 patas de una silla de mimbre, sujetó 2 de manera paralela en una esquina del patio y colocó a las restantes en igual posición pero en el otro extremo. La gente miraba abosrta, no podían creer que quien estaba colocando esos palos era el reconocido hijo del general don Ramón Cortés. Otros por su parte concluyeron que el hombre de la escuela había enloquecido y no tenía remedio. 
  Juan siguió con su empresa. Se retiró unos minutos y apareció esta vez con una rimbombante esfera de colores de tamaño considerable hecha con papel y pegamento en demasía. La apoyó en el piso y alineó a los alumnos de la escuela de un lado y a los adultos del otro. En ese momento enunció unas rápidas y concretas reglas del nuevo juego: los adultos debían evitar que los niños introdujeran el balón por entre medio de las patas de mimbre situadas a sus espaldas y lo propio, pero con sus patas de mimbre, tendrían que hacer los niños. Sería el ganador el equipo que más veces lograra introducir la bola de papel en el fortín rival. Finalmente, cuando ya algunos se habían amontonado para ser los primeros en tomar la esfera, Cortés precisó la regla más importante del juego: sólo se podía usar las piernas -no las manos- para golpear el papel compactado.
 El siglo XI no vería ninguna invención más grande que la hecha por Cortés. Ese día de Abril, el pueblo recuperó lo que había perdido en algún momento y que en otro momento, la llegada del papel había dado muestras de que aún permanecía en la esencia del pueblo. Ese día primaveral fue el día en que el pueblo volvió a sonreir. Sin embargo esta vez no duró tan sólo unas horas. Los más jovenes poblaron las calles, atacaron los papeles que había colocado Cortés para promocionar su acto y los gritos y sonrisas infantiles se apoderaron de cada centímetro cuadrado del pueblo, de la mano de la práctica del nuevo juego. En ese momento se supo que Juan Cortés no había dejado ese detalle librado al azar, de hecho lo había planeado como una especie de promoción del nuevo juego y lo había logrado con éxito.
Instantáneamente el director de escuela y su juego trascendieron los límites del pueblo, las fronteras se hicieron angostas y el pueblito del interior dejó de ser aquel lugar lejano que nadie sabía ubicar en un mapa. Lo único que "el director Cortés", como había sido apodado por la gente que no lo conocía,  había "olvidado" era poner un nombre a su invención, cosa que la opinión pública consideraba extraña por el hecho de que el director planeaba todo con detalles. Sin embargo no fue sino hasta el momento de su muerte cuando se conocería este dato. Según su madre, a Juan Cortés no le importaban ni la patentación de su juego; ni su complicada relación con el papel de seda, su única motivación y objetivo era volver a observar desde lo alto de su ventana al pueblo en su esplendor. Y lo había logrado.



viernes, 4 de marzo de 2011

Relato de un hombre solitario. 1

-Es suficiente- me dije y dejé caer el vaso medio vacío de gelatina verde musgo. En ese momento por fin fui un valiente como los que se suelen contemplar en fábulas y películas de medianoche.
 Con la seguridad tímida que me caracteriza me puse de pie, caminé los tres pasos que separan el escritorio de la puerta manchada y observé con cuidado por la cerradura. Nada me pareció raro porque veía el desorden de siempre,  tal cual lo había dejado a las 5 de la tarde y 15 minutos tras el rutinario té inglés.  Encendí el televisor y el chavo del ocho me convenció de que todo estaba bien en el viejo departamento de la abuela.
 Esperé media hora e inicié otro recorrido. Esta vez hacía frío y el viento hacía silbar tan fuerte la rendija de la ventana del monoambiente que a mí me provocaba escalofríos. El ambiente se enturbió cuando advertí que el desorden habitual no era el mismo, alguien había desaparecido el libro blanco y el diario de ayer.  Cambié mi gesto adusto por otro de preocupación y el calambre se apoderó de mis piernas. Supe que era el momento de retirarme y dejar a mis fantasmas internos el trabajo posterior, ese mismo que cumplían con eficacia desde que sabotearon mi confianza a los 12.

Charlé con mi conciencia un largo rato y me convenció de abandonar el encierro y hacerme cargo del fenómeno paranormal que había imaginado en una ráfaga de razonamiento caza fantasma.
  Decidido a tomar el “toro por las astas” como decía la abuela fui en busca de la escoba de paja como precaución en caso de un ataque intruso. Portando el elemento con las dos manos cual bate de béisbol caminé silenciosamente y al resguardo de una posible sorpresa negativa, no obstante lo único que ahuyenté fue una pequeña rata que se encontraba decidida a empalagarse con un trozo de galleta vespertina. Más tranquilo, con la serenidad carcomiendo los escasos metros cuadrados de la propiedad, me enfrenté al desafío que había obviado durante gran parte de la semana: la limpieza. Barrí con la escoba anti-fantasmagórica durante 10 minutos el mismo lugar hasta que la calma se convirtió en tensión por la caída de un cenicero de cristal.
 Mi mente se nubló, no vi más opciones que huir hasta la escalera del balcón para refugiarme y una vez allí recorrí el mismo circuito de pensamientos que ejecutaba mi procesador interno cuando se presentaban situaciones de tensión. Pensar en que alguien tuvo que haber movido al cenicero los 20 centímetros que separaban al pequeño objeto del borde de la mesa plástica me convenció de que la única explicación lógica recaía en la presencia de espíritus o fantasmas en su defecto.
 Tras haber concluido eso, mi primera certeza en años, llegó el momento de formular preguntas sin sentido para encontrar calma y quietud ante tal momento espeluznante. ¿Será la abuela? Si lo es, ¿Qué quiere acá? ¿No es feliz en el cielo? ¿O no habrá cielo? ¿O será una señal de que algo malo por suceder? ¿Será una premonición? ¿Soy la versión latina del chico de “sexto sentido”?
 En fin, no era la primera vez que asumía mi papel descubridor de poltergeist’s. Ya una vez de chico había sido yo quien veía lo que otros no pero eso no viene al caso en este relato.
 Cuando me volví a calmar ya la noche pedía permiso al día y el viento anunciaba tormenta. Entré de nuevo al cuarto y miré expectante la mesa para esperar el próximo caso paranormal. Sin embargo nunca pasó nada más que el regreso de la rata hambrienta de la siesta.
 Esperé de nuevo y, al rato, volví a esperar pero nunca pasó nada. Me cansé de mirar la mesa plástica y los restos del cenicero que era evidencia del antiguo vicio de la abuela, mis ojos pidieron descanso y me dormí al lado del televisor.
 El sol del día me despertó por obligación, me levanté, mojé mi cara y ordené el hogar por segunda vez en 15 días. La nostalgia se apoderó de mí al momento de la limpieza porque recordé la excusa que siempre le daba a la “vieja” cuando la mugre se apoderaba de mi lugar: “para que ordenar si al minuto y medio todo se desordena solo” y en ese momento por fin mis sentencias absurdas significaron algo más que una frase para salir de urgencias.
 Una vez que terminé,  sentí que mi cerebro, no acostumbrado a tanto ajetreo neuronal, literalmente se quería escapar por mis orejas. Fui al supermercado de la vuelta con la lista de compras que había planificado días antes de los sucesos paranormales. Compré leche, yogur, pan, dos medialunas y un arroz en oferta. –Vaya compra- me dije irónicamente y pensé que algo de suma urgencia aún me faltaba. –Ah! cierto- grité en voz alta porque en el listado no figuraba la trampa para roedores, algo que anhelaba y necesitaba para acabar con la visita de la misma rata de siempre.

 Tardé en total 20 minutos en comprar las cosas que buscaba, aunque en realidad el listado contaba con más de 10 elementos.
 Ví un programa cómico hasta que el hambre me obligó a comer el arroz en oferta que era mi única opción y la disfruté como tal.

 Después de comer me dediqué a pensar en la abuela y a intentar entender porque a los 75 años, y tras 20 sola en este departamento de 2x2, no había perdido la cordura. Al contrario, era lúcida y hasta el último de sus días hablaba tan claro que se la escuchaba a 10 metros de distancia. Otra vez formulé preguntas a mi inconsciente agotado pero esta vez las evitaré para no agotar a quien lea este relato. 
 La abuela además de su lucidez contaba con una habilidad innata para el arte culinario, sin embargo, cuando aún faltaban 20 días para su muerte se habían cumplido 10 años sin que siquiera hirviera unos fideos.  El porqué radicaba en la carencia de visitas que tenía la señora mayor, a la que no visitaba su único hijo ni yo, desterrado a los 20 años por cuestiones diplomáticas.

 Después de pensar, se vino la noche. Yo no quería pero era inevitable que la oscuridad de la noche se apodere de un instante al otro de la tranquilidad del hogar. La trampa para la atrevida rata estaba en su lugar desde las 7 pero el animal lo había evitado  al momento de mi chequeo alrededor de las 9 y media.
 Volví a tener miedo cuando el baño “se cayó” literalmente producto de la caída del espejo más grande. No era el mismo miedo de la noche anterior, esta vez el calambre era tan fuerte que mis brazos recorrían todo el departamento entre escozores. Me refugié con rapidez y pasé de nuevo por lo de siempre; los pensamientos absurdos, la tranquilidad y las preguntas más absurdas  aún. No obstante tuve un momento de seriedad que me asustó más de la cuenta porque volví a concluir una certeza, aunque esta vez me preocupaba más de la cuenta. Algo o alguien habitaba este lugar además de mí y era ese el motivo por el que la abuela no estaba loca. Eso o ese era su compañero de soledad, con quien compartía charlas silenciosas y silencios eternos. El escalofrío se acentuó y me sentí complacido con mi verdad, la única en la que creía desde que dejé de ir a la iglesia a los 14.

 Me llamó el sueño y me vi obligado a dormir, tomé el almohadón del sillón y me acosté donde la abuela solía sentarse (acompañada) a observar el horizonte.
El día siguiente me recibió acostumbrado al temblor de mis piernas y el miedo por las actividades extrañas y paranormales se tornó familiar.
Así fue que me adapté a la vida en la ciudad, a los sustos, y aunque con el tiempo se vuelve llevadero, contrario al campo, aquí los días me pasan más lentos que de costumbre. Por momentos me aboqué a la captura del intrépido roedor que convivía conmigo aunque nunca tuve éxito en mi cometido. Encontré en esa actividad un momento de relajación, donde daba rienda suelta a mis aventuras y a mi ingenio, sin embargo, cuando mi paciencia se agotó, terminé poblando cada centímetro cuadrado del lugar con los mecanismos anti-roedores y aún así no logré dar con el desafiante animal. Fueron 10 días de búsqueda incesante hasta que una mañana de sol una de mis trampas capturó un fantasma. Mi relación con ellos no es como la que tenían con mi abuela pero esa es otra historia y no viene al caso.