lunes, 12 de diciembre de 2011

El único peligro de un helado es que se derrita

Siento que pasa la vida. Además, tener traumada mi creatividad lo empeora todo.
 Podría sintetizar mi situación con un ejemplo algo tosco. Me siento como en una película de esas que son irremisiblemente absurdas con tramas que son una sucesión de hechos previsibles y un final que no es más que una patraña. ¿Acaso quien crea una película de ese tipo no se da cuenta o, en su defecto, no le hacen saber que, sin dudas, ese tipo de tarea no es para él? De igual forma, observando desde mi punto de vista desolador, asumo que si tiene una utilidad quien crea historias poco creativas y es la de concientizar sobre el peligro que conlleva una existencia al borde de la normalidad, del absurdo que significa percibir el paso de días como simple agrupamiento de horas, y de lo peligroso de conformarse con ello. Pese a todo, lo que me trae acá no es mi portentosa crítica a la labor cinematográfica sino lo igualmente devastador de empezar a entender a las expectativas de uno como meros sueños en un sinsentido permanente.
 Hasta ahora no he hecho más que quejarme, he pasado los últimos dos años en el intersticio de dos realidades distantes pero complementarias. Esto último podría ser explicado con otro ejemplo (mucho menos preciso); en este caso sería el hecho, que sucede en gran cantidad de ocasiones y es muy utilizado por vanidosos y algunos que otros mentirosos, en que una persona asegura su presencia en un lugar en el que no estuvo nunca. Yo me he pasado muchos meses en un lugar en el que no estuve nunca, creyéndome en lo alto de mis expectativas cuando en realidad no he hecho más que presentar déficits en mi confianza y ver rodar mis sueños por una colina que, de tan alta, seguro se morirían de un golpazo. No obstante, pude camuflar la desconfianza que hoy me generaliza, seguramente sostenido por las paredes que algunas manos generosas se empecinaron en mantener de pie. Pero hoy esas manos se han acalambrado, han caído presas del cansancio y quedé por fin sólo junto a mi realidad.
 Me asusta el hecho de pensarlo todo más de dos veces, temo por la salud de mi cerebro que ya no encuentra respuestas para un mundo que lo ha degenerado. Algún avispado lector me diría que no hay mejor satisfacción para una conciencia cansada que un descanso y yo le respondería que no podría ser más estúpido. Luego me miraría con una cara de intriga, así como buscando una respuesta, así como yo la he estado buscando desde hace unos meses. Hace tiempo que esta situación dejó de referirse a un simple descanso. Es más, creo rotundamente que ese descanso tiene una gran connotación de conformismo, por tratarse del hecho de detener la marcha para luego continuar en la misma idiotez que trajo consigo dicho cansancio. Pienso que no hay nada que pueda venirme bien, he empezado a acostumbrarme a esta sequedad creativa y a considerar que lo escueto de mis traumas cabría en un cortometraje de un par de minutos.

domingo, 9 de octubre de 2011

Sobre el liderazgo y otra cuestiones

 Todo, pero todo, era más difícil en mi época, incluso nacer”; comenzaba recordando León Kolvosky en cada uno de sus exitosos discursos de liderazgo. La frase, que pronto se transformó en marca registrada suya, había llegado a él por medio de la casualidad. Fue en la sala de espera del consultorio del doctor Hernando López Isla; al que visitaba dos veces por mes. Allí fue que oyó la conversación entre una anciana y una joven madre, la cual portaba en brazos a un pequeño bebé. En un determinado momento, cuando ya Kolvosky dormitaba en demasía, la muchacha le comentó a la señora mayor que el embarazo había sido óptimo y que a mediados del séptimo mes le habían realizado algunos estudios, mediante un extraño aparato, para determinar el sufrimiento fetal en el parto con mayor certeza y si es que no habría ningún problema con la salud del bebé y su salida del útero. La charla duró algunos minutos, minutos en los que Kolvosky despertaba poco a poco, con abundante intriga e inquietud. De hecho, en sus 73 años nunca había oído de tales estudios, por lo que se ocupó de prestar atención a cada uno de los detalles, azorado.
 Sin embargo, para cuando entró al consultorio de López Isla, las prerrogativas que había elaborado en su inconciente habían cambiado abruptamente de rumbo; ahora sólo le interesaba hablar de Racing Club con el doctor, y luego beber el habitual café de los martes.

 Algunos días después, en lo calmo de su hogar, recién ahí se reencontró con los comentarios de la abuela y la muchacha, tras el sesudo esfuerzo que le había supuesto escribir los primeros 10 renglones de la charla que algunos de los directivos de la empresa COLTEX S.A. le habían encomendado para la siguiente cena anual de la compañía, que se celebraría el sábado 12 de octubre. 
 El asunto de la charla produjo en Kolvosky más de un problema: perdió el sueño, la paz y el escaso contacto social que lo caracterizaba. Su primer reflejo fue contactar al doctor, a quien sometió a un ametrallamiento de preguntas, y sin embargo, sintió que no obtuvo lo que deseaba.
 La cuestión era la siguiente: Kolvosky debía disertar, ante los poco más de 200 empleados de COLTEX y sus afiliadas, sobre el liderazgo comercial y el éxito empresarial. Y quien sino Kolvosky podía saber de aquello, con casi 23 años al frente de una de las firmas más importantes en el refinamiento de combustibles.  A él no lo asustaba el hecho de estar frente a una multitud, ya que conocía a todos y a cada uno de los empleados – él mismo los entrevistaba al momento de contratarlos-, sino que lo amedrentaba la convicción de sus palabras y el efecto que provocaría en los oyentes su disminuido discurso, al cual consideraba como incapaz de movilizarlos.
 El doctor López Isla le había propuesto apelar a los sentimientos, al fervor de la multitud. Según el colegiado, tenía que asistir a lo que él denominaba el llamado lugar común, donde confluyen los pensamientos y sentimientos de la mayoría de los normales. De alguna manera, los consejos del doctor siempre significaban una fuerte influencia para Kolvosky. Por eso, con las palabras de su amigo dándole vueltas una y otra vez en su reducido escritorio, cortó con furia una hojita del medio de un cuaderno que tenía por allí y se dio a la misión de redactar sus mejores palabras, las más sensibles, emotivas y vibrantes que alguna vez pudo escribir.

  Un tiempo después de su primer discurso ante la masiva presencia de empleados, periodistas y curiosos en general; Kolvosky señalaría que fue precisamente en esa época -una de las más radiantes y beneficiosas para él según los periodistas más perspicaces- que su salud empezó a desmejorar, y también diría que en esas semanas envejeció lo que en años.
  
 Cierto es que su aspecto tras los días en los que se sucedieron innumerables congresos, conferencias, reuniones, meeting’s, exposiciones, etcétera; no era el mejor. Aún así, el descuido personal en esos presurosos días de disertación pasó inadvertido para el común de las personas que lo frecuentaban.
 Su única hija lo visitaba de vez en cuando. Pensaba Kolvosky que era sólo cuando a esta la culpa la sometía de una manera tal, que no quedaba más remedio que la visita. Por otra parte, el doctor López Isla  -su único hombre de confianza- era desde hacía ya un largo tiempo el encargado realizar la firme tarea de mediar entre la soledad y la cordura de su correligionario. El resto de las personas con las que León intercambiaba algún tipo de contacto eran sus compañeros de trabajo. Gran parte de ellos eran hombres bastante más jóvenes, en los que claramente se podían percibir preocupaciones que eran tan ajenas a él como el asunto de redactar un discurso.
  
 La semana posterior a la primera conferencia vio como aparentemente el intersticio existente entre el cuerpo y los sentimientos de León se redujo a una medida ínfima. Durante esos días se sintió espléndidamente espléndido, según sus propios dichos; pese a haber reconocido de igual forma que las sensaciones tras su primera conferencia no habían sido las mejores. Consideraba él que su discurso, si bien había sido totalmente emocional, podría haber dado pie a múltiples interpretaciones pues atribuía a sus mensajes un alto grado de entropía. Fue otra vez el doctor López Isla el encargado de solapar sus preocupaciones y duros cuestionamientos, al calificar el rol de Kolvosky como orador con sus mejores palabras. Además, influyeron también los saludos y miradas respetuosas que recibió el lunes siguiente, al asistir a trabajar.

 Todo parecía indicar que León Kolvosky se encontraba en la cima del mundo, y que tanto esfuerzo por fin le había dado maravillosos frutos.
 Porque podría decirse que a León Kolvosky todas las cosas no le habían costado el doble que a los demás, sino el triple. Basta con volver a escuchar su memorable discurso para entender que a este brillante y robusto hombre medio-viejo, huérfano al momento de nacer y emigrado en consecuencia de la guerra, la vida tendería a darle un guiño de confianza poco antes de su nacimiento. Contaba Kolvosky en sus primeras palabras que estaban (sus oyentes) ante el único hombre que había nacido muerto, ya que, técnicamente, el cordón umbilical había acabado con su vida al momento del alumbramiento. Sin contar además que su madre (¿también?) había muerto en dichas circunstancias.
 
 El doctor que se había encargado del parto, Belisario López Isla (Sí, el padre de Hernando), había efectuado lo que él consideró, hasta el momento de su muerte, el único milagro comprobable en este mundo. También, López Isla padre lo había adoptado como a uno de los suyos, y además de darle todo su cariño, le dio a Hernando, a quien si bien tenía cierta reticencia en llamar “hermano”, lo consideraba como una parte de su persona. En lo referido a los sentimientos claro está, porque León era absolutamente autosuficiente en todas sus tareas.
 Por esto, más la presencia de Hernando López Isla sosteniendo su silla de ruedas en la cena anual de COLTEX, León Kolvosky podía asegurar, con toda seguridad que en su época, hasta nacer era más difícil que ahora, y las personas que lo escuchaban con atención, no podían negar el más emocionante aplauso al hombre más importante de la compañía.

dibujo de Wölfli, un loco no tan lindo

lunes, 3 de octubre de 2011

Semiotizando idioteces

 Lo que me trae en esta ocasión es la anécdota, no tan vieja, que viví alguna vez con mi amigo Javier Llonch.  Este muchacho es un algo simpaticón, siempre tiene las mejillas rojas como tomates y posee una extraña capacidad empática que me despierta curiosidad. No siempre, pero casi siempre que tiene la oportunidad, cuenta el mismo chiste y los diferentes grupos de personas que lo han oído no pueden evitar reirse en exceso. El chistecito es una verdadera porquería; dice algo así como que dos primos se encuentran en el funeral de un tío-abuelo y uno de ellos dice: "el tío seguramente no nos querría ver así de tristes, más aún teniendo en cuenta como era él de jovial (por no decir un anciano parrandero)", y los dos terminan en alguna festichola de verano. ¿Ven que es una porquería? Claro, si yo lo cuento, y encima a través de un texto seco como el mío, seguramente les parecerá una idiotez rimbobante. Sin embargo, contando lo que yo (con algunas palabras más, palabras menos), Javier Llonch puede hacer que hasta el más serio de los guardias del palacio de Buckingham alegre su rostro durante algunos segundos. ¿Cómo logra esa extraña empatía con la gente? Interrogantes como ese han motivado que yo avance en portentosos estudios de la conducta y del lenguaje. He estudiado el humor, sus variantes, su influencia según competencias de todo tipo (culturales, profesionales, etc.), pero hasta ahora me ha resultado casi imposible determinar algún tipo de resultado satisfactorio. Definitivamente, lo que Javier Llonch logra con sus chistes, no se puede interpretar psicológicamente, sino a través de las variables que afectan a su uso del lenguaje. Su cadencia al hablar, su tono de voz, la expresividad de la misma, su elección de las palabras, son algunos de los elementos que podrían guiar una posible hipótesis. De alguna manera, yo creo que su manera de hablar influencia significaciones de todo tipo que terminan guiando a los oyentes a un lugar común, en el que la satisfacción que proporciona la empatía hace el resto. Creo a estas alturas que su caso es único en sí mismo y merece ser estudiado en término de circunstancias especiales. Al mencionarle esto último al profesor de letras Raúl Gordillo, recuerdo haberle oído una recomendación que me rodeó durante varios días. El profesor, como siempre, me aseguró que estaba teniendo una mirada demasiado semiótica de la vida, y que, según su mirada, a ese tipo de cuestiones no hay que teorizarlas. También me dijo que estudios como los de la semiótica sólo vinieron al mundo para "abrir la cabeza a las personas", ya que quizás puede parecer que sus desarrollos teóricos son algo toscos y traídos de los pelos, pero que ocultan una función mucho más importante, que es la de poder pensar al mundo más allá de lo que los ojos pueden contemplar.
 Siempre considero lo que Gordillo me dice aunque muy pocas veces le hago caso. Sin embargo, por esta vez decidí dejar de lado los cuestionamientos de sentido sobre los chistes de Javier Llonch por el hecho de que adentrarme en la semiótica me resulta demasiado complejo y aburrido; y además, para abrirme la cabeza prefiero a un neuro-cirujano.

sábado, 10 de septiembre de 2011

A Cortázar le gustaba el boxeo

 Me mira con desprecio. Admito que intimida, sin embargo, no puedo perderle respeto, arma invisible que oculta en sus facciones notariadas por el tiempo, que disminuye mi presencia, pese a encontrarnos en infinidad de veces en una misma circunstancia, y me vuelve parte del no-escenario, inerte, invisible a la consideración del resto. Esta solemne sensación me acompaña desde hace ya mucho tiempo, es más, no puedo hallar en algún resquicio de mi ajetreada memoria un momento que no haya sentido así.
  De aquí puedo concluir que escribo por descolocación, por falencias. Y también lo tomo como a un juego que ayuda a obtener alguna especia de equilibrio, porque dice Cortázar que bien queda la consideración de cualquier juego como la partida desde una descolocación para lograr una colocación, un orden, un equilibrio. ¿No es esa la esencia de todos los juegos?
  Luego viene el problema de las prioridades. Respeto a las prioridades en cuanto a profundas declaraciones de verdad. Si alguien no quiere hacer algo, o lo hace en menor o mayor medida, ¿acaso no es una sentencia de la conducta, guía hacia X o Y? De allí deduzco que una prioridad, sincera muestra de carácter, nos muestra tal cual somos. El problema radica en que, a veces, nos cubrimos de falsas prioridades, en parte por estar alienados en un sistema de vida que no nos comprende como personas en incesante desequilibrio.
  Más tarde, ese día en que elaboro mis sesudos cuestionamientos, y cuando ya me ha rodeado esa nube que se identifica como la desolación; y que acoge en exceso a un hombre acostumbrado a la compañía de una pluma y un canario, también puedo identificar la importancia de lo banal, lo insustancial. Una charla sobre la actualidad del fútbol, el placer de la bebida, entre algunas otras, además de tomar dimensiones incomensurables en la salud mental de un hombre promedio, dotan de sentido a algunos momentos que no encuentran epílogo de otra manera.
 Eso mismo que Cortázar, cuando ya no tenía ganas de ser el maniático intelectual que era (aunque más no sea por un rato) encontraba en el Luna Park observando a los tosudos boxeadores golpeándose hasta situaciones límites; a eso intento remitirme. Es decir, a ese reencuentro con una realidad que a mi por lo pronto me es ajena desde que tengo memoria, y que, sin lugar a dudas, existe en el sinsentido de las prácticas más toscas cuando no superficiales, aunque como dije, trascendentes a su manera.
 Por lo pronto, cuando un golpe sobre el tabique del colombiano Henry Páez da paso a una hemorragia de tamaño sideral, que inunda el ring, empiezo a entender de que se trata el boxeo y algún que otro cronopio* de algunos libros de Cortázar.


 *Un cronopio es un poema sin rimas, una dibujo al márgen de la hoja. Personaje descrito en algunos libros de Cortazar.
 

martes, 16 de agosto de 2011

Sesenta y ocho

 Al final de cada día, elaborar conclusiones no es sencillo, porque hay de esos días que son superlativamente normales, otros que pueden ser interesantes y los quizá más regulares: esos que no definen un género entre la amplia gama de posibilidades. Dicho de otra manera, los días que no son ni buenos ni malos.
Hoy no fue un día de esos tan interesantes pero tampoco fue malo, ni mucho menos. Hoy compré mi primer sombrero, el colectivo pasó en el momento preciso de mi espera y por último, visité al tío Amancio en la "Casa de los Abuelos". En conclusión; no tengo demasiado como para calificar a las 24 horas que pasaron, por lo que continuaré con una pequeña reseña, quizás así, alguno de ustedes, mis lectores, puedan ayudarme a determinarlo.
Comencemos por la mañana. Momento del día que no causa demasiado entusiasmo en las idas y vueltas de mi vida. En el caso de hoy, lunes, me levanté a las 11 hs para ir a clases. Tomé los colectivos en tiempo y forma; y a las 4 de la tarde ya estaba totalmente desocupado. Por eso, debe ser sólo por eso, que mi voluntad se vio reforzada en la necesidad de visitar al tío Amancio; que por ese entonces -como todos los lunes- se encontraba en la "Casa de los Abuelos". En cierta manera, ese momento era el único en que podía hallar a Amancio en lo más profundo de sus cabales.
 Ya había pasado mucho tiempo desde que mi tío podía compartir una charla álgida o un debate candente sobre temas de política, economía o deportes -en equipo-. La aclaración última se debe a que Amancio era un fiel creyente y defensor de la idea de que la filosofía esencial del deporte se halla en la confraternidad que sólo puede generar el trabajo en equipo. A esta creencia la había impuesto en el club de hombres de la tercera edad, de manera que quienes asistían con frecuencia a las reuniones, en las que se observaban deportes y se comía con prisa, directamente apagaban el televisor al transmitirse un partido de tenis, una pelea de boxeo o cualquier arte marcial de moda.
 Recuerdo que tras alguna reunión anterior con mi tío Amancio había concluído que la perdida de un poco de cordura le había significado también una perdida ineludible de memoria -algo que caracterizaba y era menester para el hombre del Barrio San Vicente en Córdoba-; sin embargo, estas consecuencias del paso del tiempo y del deterioro mental y espiritual que sucede en la existencia de cada hombre, a mi entender, lo habían vuelto más dócil, amable y hasta más gracioso.
  En la tarde esa que rememoro, al lado de la puerta de entrada del club, en la que nos sentamos junto a otros hombres canosos y de sonrisa exagerada, recuerdo que nuestros primeros minutos a la vuelta de esa mesa fueron abrumadoramente normales, casi aburridos, hasta que decidí desparramar por el avejentado ambiente un dato que había leído en internet durante la mañana. "Vio tío que Boca va a jugar con General Paz por la copa esa", dije despacito, tal vez intimidado por la presencia de los otros viejos.
 Yo sabía que el tío tomaría la noticia con emoción y enarbolaría una serie de cuestiones actuales que se entremezclarían con algunas del pasado; y que todo esto desencadenaría en una charla interesante, en la que sin dudas diría lo que siempre: "Como olvidar ese equipo multicampeón de Junior en el 68' que formaba con Mastrangelo; Fernández, Finarolli, Luzuriaga Hugo y Luzuriaga Juan; Troski, Valum, Alzamendi, Cárdenas; Valerenga y Gottardi..¿Sería capaz de ganarle a cualquiera no?". Siempre lo decía con la rapidez propia de un sesudo conocedor de fútbol, mientras mi mirada cómplice lo guiaba hacia nuevas y más frescas palabras.
 Sin embargo, en este día lunes en que visité de vuelta el "Club de los Abuelos"; y se repitió la rutina tras la cual se desarrollaban emocionantes representaciones del pasado y del presente por parte de los abuelos; Amancio permanecía inquieto, miraba por la ventana unos segundos y volvía a mirar, como si algo se le hubiera perdido. Fueron muchos los minutos que tardé en lograr que el tío volviera en sí, y que se incorporara a la charla como uno más -aunque los abuelos y yo sabíamos muy bien que las buenas discusiones en gran medida correspondían al exasperante carácter de Amancio-. Para mi sorpresa, cuando estaba a la espera de la clásica formación del Junior -y preparaba asimismo una gran cara de fascinación para simular mis falsos recuerdos vívidos sobre el equipo-, Amancio se calló, miró a la ventana, retomó el visible nerviosismo y empezó la clásica nomenclatura: "Masss...tran...". "Gelo", le completé con fuerza. El tío asintió y siguió con los nombres. Para nuestra sorpresa Finarolli ya no era tal...ahora era Firmarolli; los hermanos Luzuriaga ahora se llamaban Uzuriaga Hugo y Uzuriaga Juan. Pero estos eran errores menores al lado de los demás, a los que les había cambiado descabellladamente los apellidos -Alzamendi era Altamira, Valum-Balón, Valerenga ahora era Valencia y a Gottardi lo había simplificado por un zetoso González-. El único que había permanecido intacto en la memoria mediata del tío era el bueno de Troski; que era, según él mismo, un hábil pateador, incansable delantero, humilde en la victoria y orgulloso en la derrota.
 En fin, con el ocaso del día asomando, puedo concluir, frente a este computador, que este fue un día no más lejano de la ordinariez que cualquier otro. En la mía, y en la cabeza de algún lector ensimismado en sus problemas cotidianos, tal vez no haya lugar para extraer alguna conclusión positiva de los tediosos días, sobrecargados por el trabajo, estudio y demases. Sin embargo, lo acontecido hoy me trae a la memoria a los ancianos desprotegidos del club, quienes comparten las visitas de cualquier extraño -probablemente para sentirse un poco menos solos-, y por ese lado voy a elegir situar mi experiencia cotidiana hacia el lado de la positividad. ¡Sii! Es más, ahora en mi carácter de benefactor de los pobres desprotegidos,de las almas tristes (?), debo admitir que una sonrisa rodea mi cara. Además, no puedo dejar de lado la gracia que me dió Amancio hoy, con su nombramiento desigual y desmemoriado. 
¡Menos mal que por lo menos se recuerda a sí mismo, Troski, en aquel multicampeón del 68!

domingo, 31 de julio de 2011

El arte de decir poco con muchas palabras

 Para Charles Ray Phillips reírse de uno mismo exige grandes dosis de seguridad; porque en ese estrecho camino que separa la circunstancia personal fáctica de la ideal o soñada cobra un gran papel la contextualización con fuerza de la primera persona de singular, es decir, esa auto-representación que surge casi instantáneamente desde que uno se relaciona en sociedad. En otras palabras, lo que la gente piensa de él (sucede así también en cualquier otro ser), dispara inmediatamente una construcción que le permite reconocer sus falencias, sus idioteces y lo imperfecto del ser. Consecuencia irremediable de que Ray Phillips, mediante una abstracción cuasi-perfecta, comprenda lo complejo de lo detallado anteriormente es que éste pueda bromear tan a gusto y asímismo, aceptar críticas despiadadas por parte de sí.
 Recordar cosas como esta, me traen recuerdos y asociaciones que toman forman diversas, visiblemente paradigmáticas algunas.Por ejemplo, en una de mis tantas entrevistas con este gran escritor que es Ray Phillips -allá por el lejano 1967, en su casa veraniega de Mar del Plata- tuve oportunidad de conocer en detalle su tarea literaria. Recuerdo, al llegar a la casa quinta, haber esperado la presencia de morenos mayordomos que vistieran impecables smoking's o de esbeltas muchachas que desempeñaran labores de mucama; pero para mi sorpresa fue el mismo Ray Phillip quien abrió la puerta y me invitó a pasar con una amabilidad poco típica para un americano del norte.
 En esa visita, la de marzo del 67, tuve ocasión de conocer a dos amigos y colegas del anfitrión, que eran Jóan Gyllés y Emilio Cassano, y que habían asistido a la casa de imprevisto para sorprender al norteamericano. Jóan era una mujer escualida, de huesos anchos, de unos 30 años y que vestía con extravagancia (rozando la ridiculez para un argentino como yo, adaptándose a la vanguardia para un europeo). En tanto, Cassano era más joven que la mujer, tenía el cabello dorado y un porte envidiable. Este, por su parte, vestía con absoluta formalidad -es más, no recuerdo en alguno de los 3 días que duró mi estadía haberlo visto usando zapatillas, o siquiera con un botón de la camisa desprendido-. La relación entre los visitantes me fue una incógnita desde el principio, ya que en algunas ocasiones los veía muy acaramelados, abrazándose y sonriendo; mientras que en otras los observaba compartir un almuerzo o merienda sin cruzar una mínima mirada.
 Por su parte, Ray Phillips, "el escritor negro más famoso", como era nombrado por la crítica y su inefable discurso, se la pasaba caminando en círculos con gesto adusto -quizás pensando algunas nuevas ideas para sus novelas policiales, aunque nunca lo había visto escribir ni asomarse a una máquinilla en esos días- y bebiendo alcoholes de todo tipo en vasos pequeños para lo grande de sus manos. Siempre fue un hombre particularmente comedido, y él mismo consideraba que en el común de las situaciones le resultaba mucho más funcional retirarse a lo profundo de su inconsciente y habitar en ese mundo desconocido de las ideas y el razonamiento, que perfeccionar sus hábitos sociales mediante el intercambio con sus pares. De esta manera justificaba su timidez, que, ciertamente, lo atormentaba, lo sumía en un conflicto interminable, y que siempre acababa por agotarlo en lo exasperante de sus cuestionamientos de medianoche; pero que de igual forma lo había obligado a desarrollar un excéntrico buen trato hacia los demás. Ese trato, descontracturado a medida que pasaban los años, había exigido al escritor más de lo estimado, pero debo admitir que obtuvo un buen resultado.
  La segunda tarde de mi visita, en la que Jóan, Emilio y yo meréndabamos siguiendo un ritmo vertiginoso sobre el patio de la quinta, y Ray Phillips, por su parte, acompañaba bebiendo un escocés de 18 años; fui testigo de una extraña conversación entre los escritores y, al no comprenderla, la situé en el disímil mundo de los intelectuales. De allí mi ignorancia, supuse. En la charla mencionada, Emilio, en lo dificultoso de su inglés, hablaba a Ray Phillips de unos ingresos pasivos en Luxemburgo que ya ascendían a más de un millón de libras y que dicho dinero podía serle útil en su próxima gira europea. -Ray Phillips tenía pactado viajar a Madrid a la presentación de su más reciente novela el 2 de abril-. Al descifrar el inglés cavernícola de Emilio, Jóan cambió su postura y hasta los rasgos de su cara; una ansiedad palpable en el aire se apoderó de ella. La muchacha había nacido en las Islas de Salvación, pertenecientes a la Guayana Francesa, y cuando niña se había mudado con su familia a Italia, por lo que el italiano era el idioma con el que se desempeñaba. Para suerte mía, podía inferir lo dicho por Jóan dado que había tomado durante enero un curso del idioma itálico. Ray Phillips y Jóan se comprendían en una charla italo-americana bastante peculiar. Volviendo a la conversación enigmática; el nerviosismo de la escritora alteraba el orden de sus palabras y la elaboración de las asociaciones básicas para una fácil interpretación. Sin embargo, cuando Jóan le dijo al dueño de la casa que "ella podía ofertar de mejor manera" y que podía "regalarle una mansión siciliana". Ray Phillips tomó el vaso con fuerza y sus ojos se engrandecieron como el sol que brillaba sobre el atardecer; entonces dijo que aceptaba, "pero que no haría más de 150". Los interlocutores se retiraron de inmediato a la casa y ordenaron sus cosas para partir al amanecer.
 Debo admitir que la situación me desbordó. Esa noche no pude parar de elaborar conclusiones de todo tipo; en mi cabeza primaban las explicaciones sobre la posibilidad de que el norteamericano pudiese ser un traficante de alto rango. Vaya saber uno de qué.
Al día siguiente los tres visitantes nos retiramos de la casa-quinta de Mar del Plata. Debo admitir también que la extraña conversación de la que habia sido testigo no había terminado en la parte trasera de la casa, sino que me la había llevado conmigo. Por las noches esta me despertaba, de día me atormentaba y no me dejaba trabajar con tranquilidad.
 Pasé varios años acompañado de la conversación. Años largos, en los que tranqué una gran amistad por correspondencia con Ray Phillips, que, paradójicamente, pese a nuestra amistad, nunca había optado por acallar mis fantasmas, por solucionar mis desperfectos emocionales. No, nada de eso. Y considero que esto fue así porque no había podido en los siguientes tiempos, mejor dicho, no había encontrado oportunidad de hallarlo en este país ni en uno limítrofe. De esa manera -considero- creo que habría podido inducirlo a reverlarme la verdad aunque sea con un buen golpe de puño. 
 Más allá de estas cuestiones, que hoy revisten un carácter de secundidad, recuerdo que en ocasión de una emisión radial en los 70' tuve la oportunidad de oir que había estallado un gran escándalo en Europa por la violación a los derechos de propiedad intelectual de libros de distintos autores, entre los que se encontraba Ray Phillips.
 Cuando, tiempo más tarde, el caso fue ahondado por los periódicos locales y se convirtió en el tema de importancia al fin pude entablar la relación necesaria para descubrir que la conversación de la que había sido testigo tenía que ver con el oscuro mundo de la venta de ideas por parte de Ray Phillips. Sin embargo, la acusación en un principio no perjudicaba al escritor norteamericano, puesto que este había trabajado con la fineza propia de un gran estafador. De hecho, en la situación que presencié, Ray Phillips vendió un libro: "Santa Nordila y aventuras convencionales", a la muchacha Jóan Gyllés, que lo había publicado en Italia bajo su autoría. No obstante, Ray Phillips, tras comercializarlo, también lo había publicado en una editorial de Buenos Aires. El norteamericano había pensado que en caso de descubrirse su obra cirulando en manos de otros autores, estas serían aplacadas por parte suya con una denuncia de plagio, sin embargo, no contó con que Jóan haya podido probar que el mismo Ray Phillips le había vendido la idea, y con que otros colegas estaban desarrollándo las mismas ilegalidades.
De esta manera se había destapado "la mafia de los libros" como se instaló en todos los matutinos, y que involucraba a otros cuatro escritores, también norteamericanos en la venta de ideas, y a ocho europeos en la compra. Desde ese acontecimiento, bastaron sólo dos meses para que la carrera de Ray Phillips como un intelectual de gran porte se pusiera en duda, en una duda gruesa que finalizó por hundirlo hacia el fondo del estrato más bajo de la consideración social. Este dato y la siguiente entrevista con el norteamericano en Mar del Plata fueron suficientes para que yo desestimara que Ray Phillips ahora se reía de sí mismo producto de una profunda abstracción. Al contrario, su nueva auto-representación estaba fundada en aspectos mucho menos conceptuales: es decir, el hecho de perder el respeto de la sociedad intelectual, de sus pares, había desencadenado en una pérdida frenética de su respeto hacia su persona. Sólo así puedo comprender que se llame a sí mismo: "el negro pelotudo".

viernes, 22 de julio de 2011

Gajes del oficio, ¿no?

Todos en esta ciudad sabemos que "Cacho" Cortaqueso vende drogas. No sólo porque haya sido investigado en varias ocasiones e incluso apresado durante unos días, sino porque conozco a 2 o 3 personas trabajan para él, y cientos que dependen de sus infames productos.
-Es un "diler"- dice mi vieja cada unos cuantos segundos, con el entusiasmo de quien descubre una nueva palabra y de manera inconciente la repite sin cesar. Yo, por mi parte, recuerdo haberle explicado en alguna ocasión que la palabra inglesa "dealer" significa lo que nuestra española "repartidor" y que desde un principio fue acuñada por las empresas de tecnología para designar al último eslabón de la cadena que va desde el fabricador a la casa de uno. A eso último lo leí en una revista "Nueva" bastante vieja (¿), y estoy seguro de que mi mamá ni lo recuerda, ya que cuando prende la televisión y emboca en alguna novela mexicana o colombiana, de esas que ni el nombre sabe, se obnubila, desaparece mentalmente del mismo espacio temporal que yo.
 Bueno, sin seguir desviándome de la historia principal, avanzo con mi relato...Resulta que el bueno de Cortaqueso ahora fue candidato a legislador por el partido de los Lideres Socialistas Demócratas (LSD), y las encuestas lo ubicaban entre los posibles ganadores de un lugar en la Honorable (?) Legislatura. Inmediatamente, al conocer este desafortunado dato, me puse en contacto con algunos colegas para intentar, con su ayuda, intentar entender el fenómeno, vah! mejor dicho, para que alguien me diga quien fue capaz del milagro. Juan Vázques Miranda me puso al teléfono con su primo Miguel Miranda, quien me dijo que intentara con su hermano, a quien yo conocía como "El petiso" Miranda, y que él me daría una respuesta. Me dije tres veces "no puede ser" hasta por fin decidirme a buscar en mi agenda el número del petiso. Mi asombro se debía en parte a que conocía al petiso, y no lo hallaba capaz de semejante trabajo mercadotécnico. Lo llamé como 4 veces hasta que, por fín, me atendió. Recuerdo que lo primero que le dije fue: "es una cosa de otro planeta lo que hiciste mi viejo". La sorpresa del petiso traspasó el tubo del teléfono. -¿Que hice culiao?- me dijo exaltado, casi gritando. -Lo de Cortaqueso- le dije. -No, querido, yo no fui. Fue Mengano el hijo de puta- dijo y en seguida acusó que en ese momento estaba por entrar a una reunión importante.
  Que Mengano sea el hombre que posicionó arriba a Cortaqueso en las encuestas no me sorprendía en lo más mínimo. De hecho, yo había sido su compañero, y sabía de su potencial como publicista. Creo que ese muchacho es capaz de vender un bife de chorizo en la India, sin exagerar. El tema estaba en saber como carajo hizo para que Cortaqueso haya tenido por algunos momentos un pie y medio en la Legislatura.
 Tardé como 3 días en averiguar el paradero de Julián Mengano por dos motivos. El primero tuvo que ver con que ese muchacho trabaja como un desgraciado, no para ni siquiera en estas épocas en las que todos vacacionan. El segundo y último tuvo estrecha relación con mi condición de destacado despistado: me cortaron internet y el teléfono por deber el mes de Julio, y por eso estuve haciendo cola medio día en uno de esos centros de pago rápidos (¿).
Bueno, continúo. Una vez que solucioné los problemas del desencuentro y mis deudas me comuniqué con Mengano. Comencé hablándole suave y con un tono cálido, con la confianza de un amigo de la vida. Le recordé buenos momentos de nuestras épocas de estudiantes y algunas aventuras de esas ilegales que habíamos compartido; como cuando salimos con el "negro" y José Mandioca del casino y nos enfiestamos a la mismísima Silvia Suller. -Eran buenos tiempos- le dije a manera de cierre, cuando ya el celular me marcaba 12 minutos de charla, y tiré el bombazo: -¿Che y contame como hiciste para ponerlo ahí arriba a Cortaqueso? Sos un genio vos-. El silencio entre la pregunta y la esperada respuesta se hacía cada vez más grande, recuerdo que parecía eterno. Pasaron como 10 segundos y Mengano me dijo: -No te puedo contar, seguro tengo pinchado el teléfono amigo-. La furia se apoderó de mi. Me había gastado un huevo hablando con este forro y al final no me quería contar, pero no es nada de otro planeta eh! Propagandas en la radio, papelería, etc. La puta madre. Igualmente conservé la calma. -Bueno entonces nos veamos en alguna cafetería, ¿que te parece la del viejo choto de la Aconquija?- dije apresurado, con miedo de quedarme sin nada. Mengano siguió en silencio unos momentos más y finalmente me dijo que no podía reunirse porque estaba colmado de trabajo. Corté el teléfono y lo insulté unos ratos largos.
 Me quedé masticando bronca hasta el día de hoy, día de elecciones y día también en que me crucé con un amigo que trabaja en esas patrañas de la Junta Electoral y en los arreglos pertinentes. Me dijo la posta, según yo. Cortaqueso y Mengano le habían pagado al diario más importante de la provincia (ese de la verdad como slogan) para inventar los datos de las encuestas y así tornar la opinión pública a su favor. -Sin embargo, no parece que está dando muchos resultados porque Cortaqueso no va a sacar ni pa' la sopa. Va a tener que seguir con lo suyo nomás!- me dijo el muchacho mientras sacaba una planillita con los resultados parciales, y efectivamente en esa lista el bueno de "Cacho" tenía 2 votos sobre 100.
 Al día de hoy, Cortaqueso no es Legislador, sigue vendiendo drogas, y yo ahora compro otro diario.

Julián Mengano

jueves, 21 de julio de 2011

Una odisea literaria

 Escribir siempre me resultó aburrido. Leer aún más. Sin embargo, como para conocer hay que aprender y escribir es tarea indivisible de un aprendiz de periodista, desde chico acostumbré mi ocio a diferentes autores literarios y a la escritura de diferentes textos.
El domingo pasado mientras esperaba el colectivo; en ese vaivén de reflexiones y cuestionamientos que me ofrece un momento solitario, le propuse a mi conciencia la creación de un consenso o una convención, o sea una norma que pueda ser admitida tácitamente y que responda a los usos que propone la costumbre. Mis momentos de soledad (viajes en colectivos o la espera de los mismos; las filas para algún tipo de trámite; etc.) a veces son extraños, disparatados, y merecen un párrafo aparte.
 Volviendo a la cuestión anterior, mi convención era la siguiente: Así como se admiten en diferentes rincones del mundo el hecho del nacimiento de Cristo para demarcar los momentos históricos o el uso del carril derecho para circular en vehículos, debería ser parte de una convención el hecho de la obligatoriedad inapelable de la lectura de creadores como Kafka, García Márquez, Bórges, Cortázar, o algún otro gran autor. En definitiva, la lectura de estos debería ser condición inseparable de cada ser que habite esta tierra (en cuanto alcanzara la mayoría de edad), y sería aún más excluyente y exigente para quien quisiera alcanzar algún grado de intelectualidad, claro está. De esta manera los libros pasarían a ocupar una posición sumamente importante para el conjunto social, alcanzando el carácter de producto de necesidad primaria, cual leche o pan.
 En cuanto subí al colectivo mis pensamientos se esfumaron en medio del amontonamiento propio de un día en que el bondi pasa cada hora. Pero una vez que llegué a mi destino, la casa de mi abuelo, tomé de nuevo mis convenciones y absurdos planteamientos para reacomodarlos y pasarlos en limpio. De toda la reflexión vespertina, sólo daba vueltas en mi cabeza la norma sobre la lectura de esos excepcionales autores. Enseguida comencé el recuento mental de los libros que tengo en mi repisa. Los recordé a todos: 12 espectáculares libros tapa-dura, con un encuadernado que roza la perfección. Pero mientras un extraño sentimiento recorría mi garganta y se perdía en el resto de mi cuerpo, a la vez que la preocupación avanzaba con rapidez, motivados ambos por el hecho de que sabía el nombre de cada tomo, la editorial, y desde luego el autor, pero no podía recordar ni siquiera una pequeña reseña de cada libro. Sin dudas, -pensé- yo no estoy en condiciones de cumplir con la convención que había ideado porque, si alguién me evaluara en estos momentos, estoy al horno. Nadie me creería que yo había pasado ratos largos al lado de esos libros, evitándome la tentación de la televisión o de la computadora. 
 Un nerviosismo inusitado se apoderó de mi comportamiento, tomé mi campera y le dije al abuelo que volvía en 15 minutos. Me dirigí directamente a la librería de los hermanos Campero, que está a pocos metros de la casa del abuelo, y busqué entre una parva de libritos amontonados en un rincón con un cartelito que señalaba que eran usados y estaban en liquidación algún ejemplar de los que tenía en casa. Afortunadamente, cuando ya la desesperación hacía estragos en mí cuerpo, me topé con "La metamorfosis" y mi sorpresa fue mayor al ver que a medida que hojeaba el ajetreado ejemplar no venían a mi memoria los fantásticos pasajes del mismo. "El ruso" Campero, el menor de los hermanos, que estaba a cargo de la librería, me miraba azorado y seguramente debió haber dudado de la optimidad de mis facultades racionales cuando dejé el local, luego de haber revoleado libros y ni siquiera haber cruzado palabra con él.
 Volví con el abuelo y le planteé lo extraño de los acontecimientos del día, a lo que el viejo me respondió con lo que consideré una certeza -pero hasta ahí nomás-: "No te acordás de lo que leíste porque te obligaste a leer esos libros, que para mí, son horribles". Debe tener razón el abuelo -me dije mientras abandonaba de nuevo la casa-, pero yo no adhería a la parte de lo horrendo de los textos. Por calle 25 de mayo, caminando de nuevo a la parada, me sometí a una nueva serie de reflexiones, pero estas eran mucho más superficiales que las de temprano. Al llegar a la intersección con Mendoza, las luces se apoderaron de mi atención, y vaya paradoja, era la inauguración de una gigantesca libreria. La muchedumbre se agolpaba en la puerta y un hombre barbudo con sombrero junto a unas chicas anunciaban sorteos y entregaban panfletos. La posibildad de ganar algún premio, y el encuentro de mi amigo Rubén Peréz, influyeron en que hiciera caso a la recomendación de las promotoras y pasara a ver algunos libros. Además era un buen ambiente para hallar alguna nueva obra y así dar final a mi crisis literaria. Caminamos con Rubén por los más de 100 metros cuadrados del hermoso local vidriado y finalmente centramos nuestra atención en los clásicos. Yo estaba decidido a comprar alguna obra de Dumas, Tolkien o quien fuere, y en cuanto mencionaron mi número por el altavoz, el 223, y me hicieron adjudicatario de un descuento del 50% para todos los productos, mi decisión se reforzó aún más. 
 Sin embargo, mi alegría duró poco, porque mientras evaluaba la mejor opción en la sección de "Ensayos" la  misma voz que me declaró ganador del sorteo dio el siguiente mensaje: "en una de las secciones se encuentra escondido un boleto rojo, el que lo halle, gana un reproductor de dvd con 3 películas a elección". Quizás guiados por el conocimiento de la calma de las personas que frecuentan las librerias o cegados por la actitud festiva de la inauguración, lo cierto es que la estrategia para ganarse a los nuevos clientes fue el comienzo de la debacle. Los hombres y mujeres corrieron a buscar entre los libros, y para mi (mala) suerte, la sección "Ensayos" se encuentra al lado del lugar donde el hombre barbudo de la libreria daba los mensajes, por lo que una horda de personas desenfrenadas corrieron a mi puesto y se abalanzaron sobre mí. Perdí noción de mi posición de inmediato. Caí al suelo, a la vez que los libros volaban por todas partes y los pies de la muchachada avanzaban sin piedad sobre mí. 12 minutos tardó el caos en acabar con los libros de todas las secciones, la situación se había vuelto incontenible. 
 Finalmente abandoné la librería solo (porque a Rubén lo había perdido en la batahola) y sin libros. 
 El bochorno del que había sido parte, fue esencial para abandonar totalmente mis posiciones acerca de la normativa que había pensado durante la tarde y también para olvidar la posibilidad de que la intelectualidad sea consecuencia inseparable de los libros. Algunos dicen que la conciencia es, en definitiva, lo que nos separa de los animales, pero en ningún momento se desestima nuestra naturaleza salvaje, propia de nuestra especie. 
 Por lo pronto, pienso que leer pasó de moda.

Los mundos de Cortázar son tan raros, que motivaron este relato

viernes, 3 de junio de 2011

Del como esconder una verdad en 10 simples puntos


 El Ciego miraba sin mirar; yo me hacía el de buscar algún objeto en mi maletín; y Rubén, el menos disimulado, pegó un salto y cayó debajo de la mesa de al lado. Por su parte, del otro lado del local, Cardozo, al entrar por la puerta que da a la avenida Aconquija, en ningún momento había advertido nuestra presencia.
 Cuando Rubén pudo posicionarse bien, y así tener un cierto control de la situación,  desde lo bajo de la mesa nos chistó e hizo una serie de ademanes para indicarnos que debíamos retirarnos. Inmediatamente nos marchamos caminando con un paso apresurado por la avenida, para luego perdernos por una de las tantas callecitas sin nombre de Yerba Buena.
 Cardozo era un muchacho alto, de 1.90 más o menos, y el cabello lo había abandonado hacía ya mucho tiempo pese a que no tenía ni 40 años.
 - Está hecho mierda- dijo el ciego, entrecruzando las cejas, en referencia al hombre que había forzado nuestra huída del bar "Avenida". Y si, de hecho, la actividad política había hecho estragos en la vida de Gustavo Alfredo "Pichino" Cardozo. Yo lo conocía desde muy joven, y en algunos momentos chapeaba de eso, sin embargo, en lo más profundo de mi ser me disgustaba (hasta antes de este día) que en más de una ocasión Cardozo, al cruzármelo por la calle, no me hubiera reconocido como Julito, el incansable bromista de la primera promoción del colegio Alma Máter.
 -Y pensar que antes me quejaba de que no me reconocía el turro este, Dios mío- les dije al Ciego y a Rubén, antes de llegar a la placita del barrio Viajantes. Cuando llegamos a la plaza devenida en basural, nos detuvimos frente a la iglesia y cada uno siguió un rumbo distinto, como solíamos hacer cada miércoles luego de tomar un cafecito a eso de las 11. Aún percibía en mis amigos rasgos del temor que los acompañaba desde hacía más de diez cuadras. Yo estaba más tranquilo porque, claro, aunque había participado en una mínima medida, no había sido el artífice de la engorrosa operación política. Y Cardozo los tenía bien marcados a Rubén y al Ciego, les había prometido "que la iban a pasar muy poco bonito". Por este motivo, desde ese día 31 de agosto en que se concretó la operación, nos movíamos con cautela, estudiando cada posible movimiento nuestro y del inefable ex candidato por el Puertismo.
 Cardozo era un tipo respetado, por no decir temido; había sido legislador en 2 oportunidades y ahora estaba dispuesto a luchar por la intendencia en las elecciones generales del 1 de Septiembre. Nosotros, la prensa, no lo veíamos con buenos ojos y, al igual que sus rivales en las diferentes contiendas electorales que enfrentó, no comprendíamos la extraña relación que unía a Cardozo con el pueblo (en cada acto suyo, no menos de 10 mil personas lo vitoreaban y aplaudían a más no poder). Por la creciente hostilidad hacia su persona de parte de las diferentes publicaciones debe haber sido que el 12 de Agosto Cardozo pidió reunirse con los redactores más conocidos del diario local "Buen día", que eran en aquel momento el Ciego Diego Martínez y Rubén Motta. En la entrevista realizada en su oficina del Palacio Goya, a la que asistí por la amistad que me une a los muchachos, Cardozo puso nuestro conocimiento que necesitaba ganarse al periodismo para imponerse como Intendente, para lo cual, había pensado comprar una gran publicidad en el "Buen día" y sería tarea de los periodistas transcribir un decálogo de propuestas, que en ese acto le entregó al Ciego junto al dinero,  que serían publicadas en la edición del sábado 31 de agosto.  -Con esto me juego gran parte del éxito- expresó el candidato, con un tono siniestro.
 Si bien los muchachos quedaron en cumplir con lo planeado por Cardozo, en los minutos que continuaron a la reunión iniciaron con una consecución de dudas e interrogantes, que acabaron con mi paciencia, por lo que terminé puteándolos airadamente. Era evidente que el temor ante la enorme figura y el poder de Cardozo había terminado por destruir el profundo blindaje ético de mis compañeros. Por aquel entonces yo no era Secretario de Redacción, sino un simple reportero de la devaluada sección espectáculos, por lo que no tuve voz ni voto en las posteriores reuniones de los popes editoriales, en las que se decidió la inclusión de las 10 fantásticas propuestas del candidato en cuestión.
  La semana previa a los comicios fluía con total normalidad; Cardozo realizaba actos a lo largo de la localidad y convocaba a miles de personas, mientras que su opositor, el "eterno" intendente Hidalgo (re-electo en 2 oportunidades) no daba mayor entidad a las elecciones dado que, para él, lo de las votaciones era un simple acto burocrático al que la gente asistía por obligación.
 Antes de que llegue el día sábado, y a esto lo digo con total sinceridad, hablé 2 o 3 veces con el Ciego y Rubén y los había encontrado en normalidad con sus acciones. Lo único que recuerdo y que podría relacionarse con lo que aconteció aquel sábado es que los muchachos me habían prometido una sorpresita, aunque bien puede tiene relación con la cercanía de mi cumpleaños, no lo sé.
 Lo cierto es que el día sábado recibí en mi casa, como siempre, el diario "Buen día" en su edición más completa y difundida. La sorpresa fue inmediata. El dinero que había destinado Cardozo al "Buen día" para difundir su maravilloso decálogo alcanzó para editar un suplemento a todo color de 12 páginas, en cuya tapa figuraba junto a la figura sombría de Cardozo el título: "Decisiones del 98'". El contenido del suplemento estaba estructurado de la siguiente manera: las primeras 2 páginas estaban dedicadas a enumerar las necesidades de algunos entrevistados, que de alguna manera hacían alusión a la realidad social de la localidad, y las subsiguientes 10 páginas, debajo de un cintillo que decía "diez propuestas, un intendente", se encontraba, efectivamente un decálogo atribuído a Cardozo, sin embargo, no era de ninguna manera lo que el candidato por el Puertismo había encomendado al Ciego y a Rubén. Las propuestas habían sido reemplazadas por las 10 propuestas de ley que había impulsado Cardozo desde su incorporación al máximo organo legislativo. Figuraban en aquel suplemento, entre otras, la ley que prohibía a las madres nombrar como quisiesen a sus hijos (incluso Cardozo había elaborado, personalmente, un listado con los nombres que a él le resultaban "normales"); la ley que privaba a los hombres a subir a taxis con bermudas (en la misma exigía a los taxistas a vestir con una formalidad excluyente); la ley que implementaba una multa de 10.000 pesos o la pena de 2 años de cárcel efectiva al hombre o mujer que fuera encontrado orinando en público;  la ley que impulsaba la prohibición de las bicicletas en las avenidas; la que promovía la creación de un servicio militar local; y la que prohibía a los hombres de localidades vecinas casarse con mujeres de Yerba Buena.
 El extenso artículo que nucleaba al decálogo de las propuestas más estúpidas alguna vez elaboradas por un hombre de política finalizaba con las firmas, en negrita y subrayadas, del Ciego Martínez y Rubén Motta.
 El pueblo no tardó en hacerse eco del asunto y se inició así la debacle de la carrera política de Cardozo.
 La valentía de los muchachos me llevó a pautar el encuentro en el café "Avenida" para el día después de las elecciones. Allí confluímos los tres en el horario estipulado (las 9 hs.), hablamos unos minutos sobre la re-re-re- elección de Hidalgo y luego aconteció lo narrado en el primer párrafo. Hablamos poco de aquel "suple-desestabilizador", como lo llamaría en sus siguientes apariciones públicas Cardozo.
 Supe mucho después que el dinero recibido por mis amigos y entregado al diario posteriormente fue despachado en su totalidad en la oficina de Cardozo y que el día en que este irrumpió en el "Avenida" fue para comprar el diario "El pregonero".

viernes, 6 de mayo de 2011

Enero, condolencias y más...


 Siempre de la misma manera. Rígidas, sobrias, tremendamente melancólicas. Así eran mis mañanas desde que Lucía me dejó.
 Aún quedan frescos en mí los recuerdos de aquel fatídico enero de 1955, por lo que procederé a ilustrar con palabras los sucesos que me llevaron, en menos de 31 días, de ser un amante presuroso a un desconocido vagante, amable y condescendiente.
 Desde ya debo aclarar que me declaro libre de culpas, es más, lo hago ahora para que ni siquiera deban tomarse el trabajo de volver sobre mí al finalizar este capítulo…
 Yo conocí a Lucía 2 años atrás, en uno de mis viajes al interior y sería poco fiel a la verdad si no aclarara que empecé a amarla en cuanto la conocí. Fue en un viejo café en la ciudad de Reconquista (siempre recuerdo ese momento y no puedo evitar llorar como un chico). Ella permanecía inmóvil frente a una mesa, con la mirada perdida; como cuando uno espera vagamente algo y va perdiendo segundo a segundo las esperanzas de obtenerlo; así estaba ella, inmaculada y radiante hasta que mi torpeza y yo la confundimos con una mesera del lugar. ¡Vaya estúpido que fui!
 En ese entonces Lucía tenía 34 años recién cumplidos y pujaba por convertirse en médica pediatra porque amaba los niños (lo repetía siempre que podía). Quizás por ese particular detalle fue que cuando la tomé por moza reaccionó con tanta sutileza y ternura señalando con un movimiento de su dedo índice mi terrible equivocación.
 Pasaron algunos segundos entre mi equívoco gesto y el momento en que llegó Carlos Morán a mi mesa. Morán era un hombre de negocios con el habíamos montado una pequeña empresa constructora que realmente era un fraude. Nuestro mecanismo era el siguiente: Montábamos una oficina en ciudades medianamente grandes del interior en las que nos presentábamos como hombres de la gran ciudad,  invitábamos a inversores locales a formar parte de la oportunidad de sus vidas; les ofrecíamos departamentos a estrenar que eran una ganga en ciudades vecinas, a los que incluso organizábamos visitas guiadas, y luego nos alzábamos con el dinero hacia otras ciudades. Seguramente pensaran que es un plan algo tosco para una persona intelectual como yo, pero no se imaginarán, con seguridad, que la parte fundamental del éxito del plan, la de las visitas guiadas a los departamentos a estrenar fue idea mía. Sólo a mí se me había ocurrido ofrecer algún dinero a los albañiles para obtener su permiso a la obra en construcción.
 Más allá de eso, con Morán acordamos encontrarnos en el café de don Díaz, a las 14 horas, y esta vez el motivo no tenía que ver con la planificación de un nuevo golpe sino que era algo mucho más importante, y aunque no me había dado ningún detalle yo lo había notado en sus ojos al entrar al bar. De hecho no estaba equivocado: su padre había fallecido y debía viajar con urgencia a Italia para velar sus restos. Mi preocupación fue doble. Me sentía compungido por la noticia, porque había aprendido a valorar a Carlitos después de tanto tiempo de compañerismo, y a la vez una incertidumbre demencial se apoderaba de mí. ¿Qué iba a hacer hasta que vuelva Morán?
 Yo estaba sólo en este viaje, no contaba con nadie más que con Carlitos. Y ahora estaba sólo.
 Morán abandonó la mesa y partió rumbo a la terminal, yo  no lo acompañé porque aun esperaba el café que había pedido 20 minutos antes. Recuerdo que mi ira se concentró en la ausencia de ese café. En ese instante la muchacha partícipe de la confusión relatada anteriormente, por entonces desconocida, se acercó a la mesa y con una voz burlona me dijo: “no hay porque tener esa cara muchacho”. La miré desafiante. -20 minutos por un café, ¿podes creer?-, le dije sin titubear mientras me incorporaba de la silla para retirarme. Caminé dos pasos y sentí su mirada en mi nuca como un golpe, di la vuelta y nuestros ojos se entrelazaron.
 Salí del café reflexionando sobre la extraña situación vivida minutos antes y cuando giré en la esquina de Pueyrredón la vi. Seguía inmóvil, como cuando esperaba frente a una mesa la llegada de ese algo que nunca llega. Me acerqué casi corriendo y le pregunté si se había perdido. Me respondió moviendo el rostro que no, luego me pidió permiso para acompañarme durante unos minutos y caminamos por Pueyrredón hasta la plaza.
 Nos sentamos en un banquito sin respaldo frente a una fuente sobrepoblada de musgo. No comprendía aun con certeza el porque de su compañía ni mucho menos la coherencia de su accionar. De igual forma la observé durante unos minutos, analizando de esa manera cada uno de sus detalles pormenorizadamente.
 Las palabras no abundaron en aquel primer encuentro pero evidentemente algo se había encendido entre nosotros, en aquella vieja cafetería de barrio. Hasta antes del mes de enero de 1955 era inevitable para mí relacionar su presencia en aquel bar de Reconquista, a algún caprichoso plan del destino. Me podrán decir ustedes que el destino y las casualidades no existen, y que los hombres somos causas de nuestras acciones, pero en aquel entonces elegía creer en la ingenuidad  absurda de un destino.
 Los días posteriores a ese primer encuentro se sucedieron con notable rapidez, una rapidez abrumadora que a mi entender amenazaba el éxito de nuestra relación.
 Dos meses más tarde Carlitos Morán ya estaba de regreso y se disponía a reincorporarse a los negocios, todo lo contrario a lo que formulaba en mis siestas mientras dormitaba en la falda de Lucía. Yo imaginaba (mejor dicho, deseaba) que Carlitos, verdaderamente golpeado por la muerte de su padre, no pudiese continuar con las operaciones y los fraudes. Sin embargo, antes del invierno, Carlitos y yo ya estábamos planeando nuevos y majestuosos planes.
 Lucía desde el primer momento mantuvo una posición relativamente alejada a nuestra sociedad (¿criminal?) y hasta los primeros días de 1955 no habría de saber el porqué.
 Lo mencionado en los párrafos anteriores, para mi gusto, es suficiente contextualización. Es momento de atacar el nudo del problema: el día en que me condené a pasar el resto de mi vida vagando por pueblos solitarios sin compañía mayor que la vieja petaca de mi abuelo, sin más, por una decisión apresurada y estúpida.
 12 días de enero habían pasado del innato año de 1955 y con Carlitos Morán habíamos concretado casi 100 operaciones con éxito. Y aunque cada vez se reducía más nuestro margen de acción, y corríamos el gran riesgo de que alguien nos reconociera, lejos de portar una actitud temerosa y desconfiada, nos paseábamos enaltecidos por cada uno de los lugares que visitábamos en pos de una nueva estafa. A todo esto, Lucía permanecía en la ciudad de Reconquista, viviendo en una casa que le había comprado con la fortuna producto de más de dos años de fraudulencia. Debo aclarar en este punto que nunca, pero nunca, habría imaginado que el dinero y las joyas con las que nos pagaban los esperanzados compradores inmobiliarios, se volverían en mi contra y de qué manera!
 El día 13 me escabullí de la cama temprano, antes de las 7, y salí rumbo a la cafetería de don Díaz. Allí estuve hasta las 10 conversando con el propio Díaz, con quien había trabado una inusitada amistad luego del altercado del café, que ya había quedado en el pasado. A las 10 y cuarto advertí que había olvidado un juego de llaves, con el que abriría la casa una vez que Lucía se fuera a visitar a su madre. Por ese motivo volví al viejo caserón con un paso veloz. Recuerdo que uní los destinos en menos 5 minutos, algo que habitualmente me costaba más de 15.
 Admito que nunca había desconfiado con seguridad del amor de Lucía, sin embargo, cada vez que entraba a la casa, lo hacía con un silencio fantasmagórico, intentando de esa manera descubrir lo más oscuro del ser que me había hecho tan feliz. Pero nunca me había llevado tal sorpresa, por lo que dejaba todo el melodrama para el radioteatro. Pero ese día fue distinto, porque entré sin hacer demasiado explícita mi llegada pero en la oscuridad del porche, había tirado un jarrón y lo había despedazado. Aun así, Lucía no oyó el desastre y siguió en lo suyo. Caminé rumbo a la habitación pero no la encontré allí. Seguí mi camino hacia la biblioteca y en el trayecto oí murmullos que me parecían estremecedoramente familiares. Era una voz de hombre, apagada, que no lograba reconocer, sin embargo a cada paso mi cabeza echaba a volar cientos de posibilidades, algunas terroríficas como un asalto y otras no menos terroríficas como la visita del padre de Lucía. Son muchos pasos los que separan la habitación de la biblioteca y esta vez parecían más, seguramente por el temor que se había apropiado de mi cuerpo, imposibilitando el movimiento vertiginoso que me caracterizaba. En ese momento me sentí como caminando por una espesa neblina y no poder hallar una zona despejada.
 Cuando me paré frente a la puerta analicé dos opciones: una era entrar con seguridad y mantenerme en un sentimiento de tranquilidad ante las posibles consecuencias y la otra era acercarme a la rendija de la puerta para intentar oír la charla y ni siquiera correr el riesgo de sufrir una sorpresa indeseada. Me incliné por la segunda y acerqué mi oreja derecha por sobre el piso. El silencio se había apoderado de la situación, recuerdo que esperé no menos de 10 minutos entre aquella tranquilidad y la siguiente palabra del misterioso interlocutor.
 Me llevé una gran sorpresa una vez que asocié la voz grave y apagada con el cuerpo físico de mi querido amigo Carlitos, y fue aún mayor la sorpresa cuando oí a Lucía del otro lado.
¿Qué extraña cosa estaba sucediendo? ¿Era capaz mi gran amigo Carlitos de engañarme con mi amada Lucía? Pero no, era mucho peor, lo que había oído me preocupó a tal punto que abandoné mi sitio tras la puerta y huí despavorido.
Corrí sin ver a mis alrededores con una velocidad sorprendente, intentando no pensar. No obstante, sabía que era inevitable. Me senté en la plaza de Pueyrredón y recordé una y otra vez las frías palabras de Lucía, que daban vuelta en mi cabeza y amenazaban mi cordura. ¿Qué había dicho? “que el plan marchaba a la perfección, que yo era demasiado ingenuo y que, cuando lo disponga Morán, pondría punto final a la operación y podrían marcharse a Italia”. Reflexioné durante horas hasta que decidí volver a la casa con intenciones salvajes, pero cuando regresé ya se habían retirado.
 Salí de la casa hacia el hogar de Morán y en el camino me formulé cientos de preguntas. ¿Podía el encuentro casual con la muchacha desconocida que por entonces era Lucía haber sido obra de un plan fríamente calculado? ¿Carlitos era tan calculador? ¿Por unos cuantos millones de pesos sería capaz de tal traición? ¡Puta!, y tanto que había hecho yo por él y ahora me iba a matar por unos billetes...unos miserables billetes.
 Para cuando llegué a lo de Morán, las respuestas a mis interrogantes eran tan claros que hasta me sentía verdaderamente un niño ingenuo por no haber descubierto anteriormente tal brillante traición. Me atendió una muchacha que se hizo llamar Inés y me indicó que “el señor” Morán volvería en unos minutos. Decidí esperarlo junto a la puerta. Recuerdo que tardó exactamente 23 minutos en volver, lo suficiente como para que mi furia avance incesante por un camino jamás transitado.
 Sin embargo mantuve la tranquilidad y lo invité a acompañarme a la casa para mostrarle unos proyectos. Aceptó sin dudarlo y nos dirigimos a mi hogar.
 Una vez que llegamos le pregunté por Lucía, si es que no la había cruzado en su caminata por el centro, respondió que no y miró al piso. Entonces sonó la puerta, podía ser Lucía y facilitarme así el trabajo de tener que interpelar a uno por uno. Bajé las escaleras y abrí la puerta, entonces la vi, radiante como siempre, y antes de invitarla a pasar descubrí que mi amor por ella era incalculable. Pero para entonces mi rabia se acumulaba preocupantemente, recuerdo que en ese instante me creía capaz de cometer cualquier locura.
 Una vez todos arriba evité hacer menciones que dieran pie a sospechas entre los canallas farsantes porque en primera medida planeaba descubrir su maléfico plan pero no tenía un modo, así que segundo a segundo mis planes se diluían en una cortés charla. Pero fue una frase de Carlitos lo que me sacó totalmente de quicio, lo que hizo que ahora esté redactando estas líneas. Dijo: -Planeo visitar Italia en unas semanas- y río tibiamente mientras una mirada cómplice se deslizaba entre ellos. Lucía dijo que le gustaría conocer Europa y que se imaginaba prontamente paseando en góndola por Venecia. Para mí fue la gota que rebalsó el vaso. Un sentimiento inexplicable recorrió cada centímetro de mi cuerpo, me paré y tomé de los hombros el escuálido cuerpo de Morán para sacudirlo contra la pared. –Pará animal, lo vas a matar- gritaba desde un costado Lucía. Recuerdo que fue entonces cuando lo solté y le partí una silla de madera maciza, Carlitos no reaccionó más. Lucía, en tanto había intentado un inútil escape por la ventana que tuvo que desestimar por la altura del viejo caserón, entonces me atacó con una pata de la silla destruida por la cabeza dura de Morán. Era una mujer aguerrida, con cierta altura, y con piernas ágiles por lo que no pude evitar que me golpeara la rodilla y escapara por la escalera. La seguí intrépidamente y me abalancé sobre ella cerca de la puerta principal. A partir de ese instante sólo recuerdo que la sometí con la ayuda de unas cuerdas, rocié el viejo parqué con nafta, le pedí mil disculpas y encendí un cerillo. A lo demás sólo lo recuerdo por los artículos periodísticos, que, me permitieron reconstruir los últimos minutos de la vida de Lucía y que aún almaceno en un cuaderno bajo mi catre.
 Con seguridad puedo imaginarme que a nadie, hasta aquí, se le ha ocurrido delegar algún tipo de culpabilidad a mi persona, puesto que, estoy confiado en que más de uno reaccionaría como yo. Es más, hasta pienso en que muchos de ustedes me expresarían las más profundas de sus condolencias, por ser un pobre hombre y haberme condenado a pasar el resto de mi vida entre las sombras, vagando con cuidado por los pueblos esperando no ser reconocido.


lunes, 25 de abril de 2011

La operación Delmechiore

 El 27 de febrero se acabó la paciencia. Guiado por el abucheo general de los 1103 espectadores presentes esa tarde en el Coliseo Malvicino y por el escalofrío, doloroso, que le habían producido unos cubos de hielo al rozar su espalda, Juan Martín Delmechiore ese día sábado decidió poner fin al abusivo régimen del gerenciador Fernández. Delmechiore sabía que los miembros del equipo temían una represalia de Fernández, que también era comisario,  por lo que ni siquiera apelaban a ensayar alguna protesta. Pero ese día todo fue diferente.
  Durante el entretiempo y mientras unos escasos pero prepotentes asistentes (aproximadamente 100) al Coliseo se amotinaban en las puertas del vestuario visitante, este hombre de bigote finito y piernas largas reunió a sus compañeros y les habló con un tono pausado. –Esta charla tiene un motivo, muchachos, y ustedes lo saben bien. Veintisiete partidos seguidos no se pierden todos los días…Necesitamos que Fernández dé un paso al costado y yo tengo un plan-. La gran mayoría de los jugadores del club Ipanema tenían más de 30 años, transcurrían la fase final de su carrera y no eran afines de los planes en conjunto. De hecho, ese plantel tenía jugadores que contaban con la célebre marca de no haber cedido nunca una pelota a un compañero. Pero como dije anteriormente, esta vez sería diferente. No sólo porque algunos de los hombres del equipo habían recibido amenazas en sus hogares; sino también porque estaban hartos de que el comisario Fernández empuñara su pistola al momento de dirigir los entrenamientos. La situación había perdido todo tipo de seriedad según el zaguero Rodolfo Giulani, que era un hombre de 43 años y apenas si conocía el reglamento del fútbol.
 La charla de Delmechiore fue un conclave sumamente importante, donde se definiría gran parte del futuro de todos los hombres del club. Los que defendían al técnico (su hijo y un sobrino lejano suyo) se apartaron de la multitud y salieron al patio que daba al vestuario visitante, sin saber de la furia creciente de los pocos fanáticos que le quedaban al Ipanema. Por su parte, en la charla, Delmechiore aprovechó que el técnico-comisario-gerenciador Fernández nunca entraba al vestuario y tomó la pizarra donde el anterior director táctico (hacía más de 20 años)  dibujaba cilindros y líneas uniformes, para dar mayor énfasis a su mensaje. Comenzó con una entonación suave y a medida que sus compañeros lo alentaban a continuar, levantaba el tono de manera exagerada. -La idea es la siguiente-, dijo mirando la pizarra. –Tenemos que ir para atrás deliberadamente, hacer que la gente y el gobernador vean que esto no va más. Para eso vos (mirando a Giulani y acercándosele a su oído derecho) tenés que hacer lo siguiente: vas a lesionarte apenas volvamos a la cancha y te vas a trenzar con Gambarte. Lo demás dejámelo a mi-. Antes de finalizar la conferencia, algunos muchachos hicieron unas consultas, la mayoría de carácter intrascendente, pero todos dejaron constancia con gestos de que el mensaje había sido acatado.
 Una vez cumplidos los quince minutos de descanso reglamentario, y con Giulani aún en la ducha, el equipo se apersonó en la boca del túnel. Aguardaron unos instantes la llegada del zaguero partícipe del plan mientras refrescaban algunos conceptos. Giulani llegó los dos minutos tarde necesarios para que el referee expulsara al técnico Fernández y para que la operación RENACER viera la luz.
 Los 11 del Ipanema lucían más brillantes que nunca bajo el sol del estío. Hasta los dos hombres agredidos en las cercanías del vestuario tenían una prestancia diferente, estaban ansiosos por intentar despejar la nube de odio que sobrevolaba el ambiente.
 Delmechiore tocó la pelota con elegancia, giró e hizo un pique de 40 metros que sorprendió hasta a sus propios compañeros. Dos minutos más tarde Giulani avanzó hacia la segunda fase del plan. Se paró al lado de Gambarte, un mediocampista recio del Deportivo Carcará, y le dijo una serie de exabruptos que cumplieron con éxito su finalidad. Gambarte lo persiguió por el círculo central y le propinó una trompada olímpica. A esto le siguió el amontonamiento de los 22 en cancha en el centro de la escena y así la fase 3 encontraba su inicio.
 Delmechiore sabía lo celoso que era el técnico-comisario de su plantel  y apenas iniciado el tumulto se levantó de su asiento en la platea central para dirigirse hacia la cancha. Cuando Fernández llegó a la zona central del campo el éxito del plan corría serios riesgos porque los experimentados jugadores del elenco visitante se apaciguaron de una manera inexplicable; pero en ese momento Giulani tomó prestada una banqueta de un fotógrafo y se la partió en la cabeza al delantero juvenil Rentería. La furia se apoderó de todos, hasta los camarógrafos abandonaron sus puestos para ensayar algunas piruetas en la rabieta. Delmechiore, concentrado, empujó a Fernández por la espalda y le quitó el peluquín que lo acompañaba desde hacía ya 14 años. En ese instante el técnico fue más comisario que nunca, tomó su revólver Colt Python recién lustrado, apuntó al cielo y ejecutó 3 disparos. Los 22 jugadores, los 12 suplentes, la terna arbitral, los 1103 hinchas, el Gobernador desde su morada en Costa Sud, los 23 periodistas y cámaras autorizados a transmitir el encuentro, y los poco más de 3 mil asistentes televisivos al partido fueron testigos de como la calma, esa misma que antecede a un gran desastre, se reincorporaba con una rapidez sorprendente. Finalmente pasaron algunos segundos entre la errática actitud del comisario y la debacle total.
Todos, exactamente todos, confluyeron en el amarillo césped del campo de juego para iniciar el periplo que desencadenaría en el punto final de la controversial dirigencia de Fernández. Delmechiore acompañó a los equipos en su huída con éxito de la trifulca; Fernández en tanto quedó atrapado entre los disparatados hinchas.
 Calmos en el vestuario, y siendo testigos de como la policía iniciaba una represión nunca antes vista, los muchachos del Ipanema supieron al fin, al ver que el comisario caía desvanecido sobre una línea de cal, que el plan había sido ejecutado a la perfección. 
 El mundo entero se hizo eco del infame momento, al que seguiría la intervención del Gobernador y la consiguiente reestructuración del club.
 De aquel día aún se conserva enmarcado, en las vitrinas del club, el peluquín de Fernández, signo de la opresión derrotada por la revolución silenciosa de Delmechiore.

lunes, 28 de marzo de 2011

El tío Amancio II

Ya habían pasado casi 2 meses sin saber de él. Y no porque yo no quisiera sino que su vida de ermitaño propiciaba al desencuentro. Sin embargo el 23 de abril, dos días antes de mi cumpleaños, Amancio llamó a mi casa y dejó un mensaje preocupante. Y no es que yo no le haya creído a mi hermano por su notable incapacidad para recibir mensajes telefónicos sino que ese día había trabajado hasta tarde y mi humor no era el habitual. Además, para completar la grilla del infortunio, ya habían transcurrido más de dos semanas y yo seguía sin escribir ni una palabra.
 Al día siguiente recién le di entidad al mensaje del tío: quería verme urgente en Córdoba, más precisamente en el Patio Olmos a las 18 horas del día 24. Primero pensé en una de sus habituales bromas, luego en su ácido sentido del humor y finalmente evalué la posibilidad de asistir al encuentro, aún cuando estuviera a más de 500 kilómetros y mi auto no diera garantías funcionales. El mediodía aceleró mi decisión y antes de las 1 de la tarde ya me encontraba en la ruta, rumbo a la ciudad de Córdoba.
 No obstante el pesimismo de mi madre y de mi hermano, llegué al barrio cordobés de San Vicente a las 6 y 10 de la tarde. Pasé por la casa de Amancio, pero él ya no se encontraba allí. –Ya debe haber partido al encuentro-, pensé mientras conducía a toda velocidad por una avenida que rodeaba a La Cañada. Diez minutos mas tarde entré al Patio Olmos por la puerta de enfrente con un paso desesperado, casi sin mirar. Al llegar al final de la galería principal lo hallé. El gigante canoso estaba sentado en una mesa para dos y no prestaba atención más que a su agenda marrón, esa misma que le había regalado en mi última visita. Me senté enfrente de él y comenzamos a charlar. Enseguida mencionó que me mandó a llamar porque debía encomendarme una misión, para la cual era requisito excluyente que cumpliera con puntualidad el plazo de citación establecido. Seguimos charlando con el mismo tono familiar de siempre pero no pude obviar el dato de la puntualidad. ¿Acaso llegar una hora tarde era cumplir con el plazo establecido? Dudé durante algunos minutos pero finalmente lo olvidé. –Mañana vamos a jugar al golf y te termino de explicar todo -, dijo incorporándose de la silla. Luego nos retiramos.
 El 25 de abril, el aniversario número 23 de mi nacimiento, presentaba un marco para nada habitual.  Nos despertamos temprano y a las 9 de la mañana partimos en mi auto rumbo al Jockey Club. Pensé que quizá esa era una sorpresa de cumpleaños pero ¿que tenía que ver yo en un campo de golf? Si lo único que conocía de ese deporte, además de saber vagamente sus reglas, era que el ganador de un torneo en Estados Unidos tenía el derecho de vestir un simpático saco verde. Nada de eso importó al arribar a la cancha. Entramos a pie y Amancio cargaba consigo una bolsa con más de 10 palos, unas cuantas pelotitas y una boina digna de un gran personaje. Inmediatamente colocó una pelota en el piso y le pegó con fuerza. –Así comienza la magia de este juego- bromeó al ver mi cara de aburrimiento, y luego me hizo cargo de la bolsa de palos. –Pendejo te traje a esta provincia para que seas mi caddy-, dijo con notable seriedad, extraño para quienes conocíamos a Amancio. Yo sabía que mi tío no era un improvisado en ningún aspecto de su vida y eso me tranquilizó. El hecho de que estaba a más de 500 km de mi hogar y que había sido citado a ese lugar sólo para ser un aprendiz de golfista me llamó la atención, pero contrario a lo que esperaba, no me molestó.
 La tarde continuó con normalidad. El tío desparramó historias y anécdotas en cada metro cuadrado del extenso predio y yo caminaba a su lado con su bolsa de palos.  Lo veía feliz, como en su casa del barrio San Vicente o como cuando me visitaba una vez al año. Pero allí era en esencia otra persona. Su sonrisa de oreja a oreja mientras caminaba de un lado al otro, mientras perdía pelotas a lo ancho del terreno, me convencieron de que no había mejor regalo en ese día, que su felicidad.
 Seguimos los hoyos uno a uno, hasta que la luz nos abandonó por completo. En el camino aproveché alguno de los impasses del tío para mencionarle alguno de mis problemas, entre ellos, el que más me importaba solucionar: seguían pasando los días y yo continuaba sin agregar ni una palabra a mi boceto. –La urgencia no es compatible de la necesidad; cuando sea el momento vas a tener algo sobre que escribir- dijo con la calidez de un padre. Pasaron 2 minutos y siguió. -Para jugar golf tenés que ser un tipo extremadamente tranquilo y caminar durante horas con cara de preocupación -, me dijo y volvió a sonreir. Yo lo miré y me preocupé por prestar atención a cada uno de sus consejos.

miércoles, 23 de marzo de 2011

José sabía


 Todo tiene alguna explicación y don José lo sabía. O al menos creía saberlo.
Y no fue hasta el día 18 de mayo del corriente año en que el destino puso en jaque su paradigma. Ese día, José Zuviría se despertó en una habitación que no conocía y entonces temió lo que tanto lo preocupaba y mantenía en vilo desde hacía varios meses: pensó que se había muerto mientras dormía.
 Cuando abrió los ojos estaba cubierto por una colcha despedazada por el paso del tiempo y un ventilador ruidoso perturbaba la paz del cuarto de paredes blancas. La cama en la que se encontraba recostado tenía un colchón casi imperceptible a la vista y al tacto y chirriaba ante el más mínimo movimiento. En el momento en que había asumido su situación y el temor que lo invadía en primera instancia se había disipado, un joven entró sin tocar la puerta. –José ya es hora de levantarse – dijo con seguridad mientras se acomodaba un delantal blanco. José dejó su posición horizontal con asombrosa rapidez para un hombre de su edad y se calzó las alpargatas que tenía al pie de la cama. Mientras caminaba en círculos alrededor de la habitación se formuló toda clase de preguntas y descubrió que para la mayoría de ellas no tenía una respuesta que lo convenza. Y eso era nuevo para él, porque siempre se había jactado de ser un hombre de mundo, al que la ignorancia le parecía grotesca. Decidió dejar de lado sus planteos y salir en busca de algunos veredictos sobre su situación. Caminó tres pasos y se encontró con un pasillo que tenía el mismo color tenebroso del cuarto que había abandonado. Las puertas, había contado 6, se abrían de par en par y por ellas se asomaban otros ancianos y ancianas, que en su mayoría miraban al piso y vestían de igual forma. –Debo estar en el cielo de la tercera edad- pensó, y aunque quiso reírse no pudo.  Continuó su marcha hasta una escalera, allí se detuvo y la contempló unos segundos, pero la duda y el temor se debatieron de nuevo en su cabeza y no pudo subir. Giró y cuando se dio cuenta se encontraba rodeado por unos hombres que le hablaban con un tono familiar y a José eso le resultaba siniestro. No sólo porque no comprendía lo que decían sino que se le acercaban cada vez más, al punto de arrinconarlo contra la pared. En aquel instante, el mismo joven que había irrumpido en su cuarto temprano, se asomó golpeando una pequeña campanita y de esa manera los hombres dieron un paso hacia atrás y se retiraron. José lo tomó del hombro y caminaron hacia el otro lado del pasillo, hasta un improvisado comedor. En ese trayecto le preguntó todo lo que pudo, pero no fue suficiente ya que  lo único que había logrado obtener del joven de delantal era que su presencia en ese lugar no era una novedad, de hecho este le había asegurado que lo conocía desde hace varios años y que nunca lo había visto con el gesto de terror con que lo había hallado un rato antes.
 La preocupación se impuso entre sus sensaciones para cuando tomó un lugar en el comedor. Se sentó en una silla de madera al lado de una ventana que daba a un patio interno y miró la maleza que crecía de una grieta durante varios minutos. Sólo así pudo concentrarse en pensar alguna estrategia para sobreponerse a este reto que se le había planteado, porque si bien había fantaseado con su teoría de la vida después de la muerte, el paso de las horas había puesto en evidencia lo absurdo de ese concepto. Su panorama era desolador y estaba demolido, abrumado. Y si es que existía una vida en el más allá, no podía ser tan aterradora.
Pero aún no estaba vencido. Se paró con decisión y se esfumó de la mirada del hombre de delantal, avanzó hacia el cuarto y buscó algunos objetos que revelaran indicios de su pasado o de su misterioso presente, pero la búsqueda fue en vano. En ese preciso momento advirtió que la clave para entender todo era consultarlo con los ancianos que aparentemente convivían con él. –Todo el tiempo estuvo frente a mis ojos y no me di cuenta- se repitió una y otra vez mirando la etiqueta en su chaleco que lo identificaba como José Zuviría y se lamentó por haber perdido la chance de interpelar a los ancianos sobre su situación.  Se había dejado vencer por el miedo, y según él, eso era cuestión de cobardes.
No obstante, en ese momento el joven de delantal se interpuso en su cometido y lo llevó de nuevo al comedor. –Tenés que ser obediente acá- sentenció furioso. A José no le había interesado la actitud del hombre de blanco dado que en cuanto encontró en los viejos hombres una posible respuesta había huido a lo más recóndito de sus pensamientos para idear un plan maestro. Y él era especialista en esas cuestiones…
Alguna vez ese hombre al que el cabello le era esquivo, y al que la artrosis azotaba por las noches, había sido un gran planificador. Ya había tenido éxito cuando se graduó como cirujano pese a sus manos temblorosas y cuando logró ser el primer tucumano en ganar un premio Nobel. Sin dudas había sido un hombre afortunado, sin embargo en ese momento era pura incertidumbre, un desconocido hasta para sí mismo.
 Su plan necesitaba varios días, aproximadamente cinco. Durante los primeros dos se encargaría de compenetrarse en la rutina de ese extraño lugar y en los restantes daría paso a la etapa más importante: concretar el contacto y obtener la información necesaria.
 Los días se sucedieron con un ritmo frenético. El tiempo en ese lugar parecía correr con prisa para José. Por ese motivo y otros tantos, cuando llegó el día más trascendental del plan no se encontraba listo y tuvo que posponer la operación. La problemática residía principalmente en que debía actuar con frialdad e inmiscuirse entre esas personas, ser uno más entre ellos, empero no podía lograrlo. Definitivamente esas personas no eran de su agrado, es más, cada vez que se les acercaba, no obtenía de ellos más que un tímido saludo e indiferencia.
 En diez días José sintió corromperse sus esperanzas. Empezó a no dormir, a hablar solo y a temer el contacto con cualquier persona. En su peor momento, cuando ya había pasado varios días sin hablar ni comer, y su accionar se limitaba a contemplar el techo durante horas, alguien golpeó la puerta con una impaciente y vigorosa fuerza juvenil. A José le extrañó este hecho porque nadie acostumbraba a tocar la puerta de su habitación, pero no lo molestó en lo absoluto y siguió impávido, como lo hacía desde el 19 de mayo.
 Tres personas pasaron y tomaron lugar en la cama. José seguía absorto. Se notaban impacientes e inquietos, en especial la más joven, una niña de unos 5 años que no paraba de gritar. Ese sería el último día en que el viejo José extrañaría al silencio.
 Los restantes eran un hombre de unos 30 años vestido de traje y una mujer de igual edad con un sombrero prominente. José intuyó que se trataba de una pareja. Ellos le producían un sentimiento de inseguridad, sin embargo continuó mirando la puerta sin demostrarles ningún tipo de reacción. La niña siguió recorriendo el pequeño cuarto hasta detenerse frente a José. Lo miraba con extrañeza pero al anciano no lo incomodaba, al contrario, la criatura provocaba en él una sensación de alivio y calidez. Luego se le montó sobre las rodillas y jugó con sus escasos cabellos durante unos minutos. En ese instante José volvió en sí y cortó con la pasividad de sus visitantes. ¿Quiénes son ustedes?, dijo mirando al hombre de corbata amarilla y este respondió sin titubear: –Yo soy tu hijo y ella es tu nieta-. José lo miró de nuevo y no le creyó. Si él era su hijo, ¿Por qué lo dejaría encerrado en un lugar como ese? ¿Podría realmente su propio hijo hacerle eso? Dudó durante unos segundos y volvió a arremeter. -¿Desde hace cuánto estoy acá?- preguntó con tristeza. El hombre lo miró y le dijo: 2 años y medio y de inmediato sacó una foto fechada en la que José abrazaba a algunos de sus compañeros de convivencia.
 Eso no podía ser cierto, se dijo José a sí mismo intentando consolarse y volvió a su silencio perpetuo, mientras en su interior confirmaba el peor de los presagios y daba forma a la respuesta más trascendente de sus días. La niña dejó sus piernas y volvió con la pareja, quienes conversaban en un tono silencioso y se miraban con resignación. Dos minutos más tarde abandonaron la habitación.
 El anciano siguió en su lugar y casi ni se inmutó al conocerse habitante del Instituto de Salud Mental Integral desde 1999 porque todo tiene alguna explicación y don José lo sabía.