domingo, 9 de octubre de 2011

Sobre el liderazgo y otra cuestiones

 Todo, pero todo, era más difícil en mi época, incluso nacer”; comenzaba recordando León Kolvosky en cada uno de sus exitosos discursos de liderazgo. La frase, que pronto se transformó en marca registrada suya, había llegado a él por medio de la casualidad. Fue en la sala de espera del consultorio del doctor Hernando López Isla; al que visitaba dos veces por mes. Allí fue que oyó la conversación entre una anciana y una joven madre, la cual portaba en brazos a un pequeño bebé. En un determinado momento, cuando ya Kolvosky dormitaba en demasía, la muchacha le comentó a la señora mayor que el embarazo había sido óptimo y que a mediados del séptimo mes le habían realizado algunos estudios, mediante un extraño aparato, para determinar el sufrimiento fetal en el parto con mayor certeza y si es que no habría ningún problema con la salud del bebé y su salida del útero. La charla duró algunos minutos, minutos en los que Kolvosky despertaba poco a poco, con abundante intriga e inquietud. De hecho, en sus 73 años nunca había oído de tales estudios, por lo que se ocupó de prestar atención a cada uno de los detalles, azorado.
 Sin embargo, para cuando entró al consultorio de López Isla, las prerrogativas que había elaborado en su inconciente habían cambiado abruptamente de rumbo; ahora sólo le interesaba hablar de Racing Club con el doctor, y luego beber el habitual café de los martes.

 Algunos días después, en lo calmo de su hogar, recién ahí se reencontró con los comentarios de la abuela y la muchacha, tras el sesudo esfuerzo que le había supuesto escribir los primeros 10 renglones de la charla que algunos de los directivos de la empresa COLTEX S.A. le habían encomendado para la siguiente cena anual de la compañía, que se celebraría el sábado 12 de octubre. 
 El asunto de la charla produjo en Kolvosky más de un problema: perdió el sueño, la paz y el escaso contacto social que lo caracterizaba. Su primer reflejo fue contactar al doctor, a quien sometió a un ametrallamiento de preguntas, y sin embargo, sintió que no obtuvo lo que deseaba.
 La cuestión era la siguiente: Kolvosky debía disertar, ante los poco más de 200 empleados de COLTEX y sus afiliadas, sobre el liderazgo comercial y el éxito empresarial. Y quien sino Kolvosky podía saber de aquello, con casi 23 años al frente de una de las firmas más importantes en el refinamiento de combustibles.  A él no lo asustaba el hecho de estar frente a una multitud, ya que conocía a todos y a cada uno de los empleados – él mismo los entrevistaba al momento de contratarlos-, sino que lo amedrentaba la convicción de sus palabras y el efecto que provocaría en los oyentes su disminuido discurso, al cual consideraba como incapaz de movilizarlos.
 El doctor López Isla le había propuesto apelar a los sentimientos, al fervor de la multitud. Según el colegiado, tenía que asistir a lo que él denominaba el llamado lugar común, donde confluyen los pensamientos y sentimientos de la mayoría de los normales. De alguna manera, los consejos del doctor siempre significaban una fuerte influencia para Kolvosky. Por eso, con las palabras de su amigo dándole vueltas una y otra vez en su reducido escritorio, cortó con furia una hojita del medio de un cuaderno que tenía por allí y se dio a la misión de redactar sus mejores palabras, las más sensibles, emotivas y vibrantes que alguna vez pudo escribir.

  Un tiempo después de su primer discurso ante la masiva presencia de empleados, periodistas y curiosos en general; Kolvosky señalaría que fue precisamente en esa época -una de las más radiantes y beneficiosas para él según los periodistas más perspicaces- que su salud empezó a desmejorar, y también diría que en esas semanas envejeció lo que en años.
  
 Cierto es que su aspecto tras los días en los que se sucedieron innumerables congresos, conferencias, reuniones, meeting’s, exposiciones, etcétera; no era el mejor. Aún así, el descuido personal en esos presurosos días de disertación pasó inadvertido para el común de las personas que lo frecuentaban.
 Su única hija lo visitaba de vez en cuando. Pensaba Kolvosky que era sólo cuando a esta la culpa la sometía de una manera tal, que no quedaba más remedio que la visita. Por otra parte, el doctor López Isla  -su único hombre de confianza- era desde hacía ya un largo tiempo el encargado realizar la firme tarea de mediar entre la soledad y la cordura de su correligionario. El resto de las personas con las que León intercambiaba algún tipo de contacto eran sus compañeros de trabajo. Gran parte de ellos eran hombres bastante más jóvenes, en los que claramente se podían percibir preocupaciones que eran tan ajenas a él como el asunto de redactar un discurso.
  
 La semana posterior a la primera conferencia vio como aparentemente el intersticio existente entre el cuerpo y los sentimientos de León se redujo a una medida ínfima. Durante esos días se sintió espléndidamente espléndido, según sus propios dichos; pese a haber reconocido de igual forma que las sensaciones tras su primera conferencia no habían sido las mejores. Consideraba él que su discurso, si bien había sido totalmente emocional, podría haber dado pie a múltiples interpretaciones pues atribuía a sus mensajes un alto grado de entropía. Fue otra vez el doctor López Isla el encargado de solapar sus preocupaciones y duros cuestionamientos, al calificar el rol de Kolvosky como orador con sus mejores palabras. Además, influyeron también los saludos y miradas respetuosas que recibió el lunes siguiente, al asistir a trabajar.

 Todo parecía indicar que León Kolvosky se encontraba en la cima del mundo, y que tanto esfuerzo por fin le había dado maravillosos frutos.
 Porque podría decirse que a León Kolvosky todas las cosas no le habían costado el doble que a los demás, sino el triple. Basta con volver a escuchar su memorable discurso para entender que a este brillante y robusto hombre medio-viejo, huérfano al momento de nacer y emigrado en consecuencia de la guerra, la vida tendería a darle un guiño de confianza poco antes de su nacimiento. Contaba Kolvosky en sus primeras palabras que estaban (sus oyentes) ante el único hombre que había nacido muerto, ya que, técnicamente, el cordón umbilical había acabado con su vida al momento del alumbramiento. Sin contar además que su madre (¿también?) había muerto en dichas circunstancias.
 
 El doctor que se había encargado del parto, Belisario López Isla (Sí, el padre de Hernando), había efectuado lo que él consideró, hasta el momento de su muerte, el único milagro comprobable en este mundo. También, López Isla padre lo había adoptado como a uno de los suyos, y además de darle todo su cariño, le dio a Hernando, a quien si bien tenía cierta reticencia en llamar “hermano”, lo consideraba como una parte de su persona. En lo referido a los sentimientos claro está, porque León era absolutamente autosuficiente en todas sus tareas.
 Por esto, más la presencia de Hernando López Isla sosteniendo su silla de ruedas en la cena anual de COLTEX, León Kolvosky podía asegurar, con toda seguridad que en su época, hasta nacer era más difícil que ahora, y las personas que lo escuchaban con atención, no podían negar el más emocionante aplauso al hombre más importante de la compañía.

dibujo de Wölfli, un loco no tan lindo

lunes, 3 de octubre de 2011

Semiotizando idioteces

 Lo que me trae en esta ocasión es la anécdota, no tan vieja, que viví alguna vez con mi amigo Javier Llonch.  Este muchacho es un algo simpaticón, siempre tiene las mejillas rojas como tomates y posee una extraña capacidad empática que me despierta curiosidad. No siempre, pero casi siempre que tiene la oportunidad, cuenta el mismo chiste y los diferentes grupos de personas que lo han oído no pueden evitar reirse en exceso. El chistecito es una verdadera porquería; dice algo así como que dos primos se encuentran en el funeral de un tío-abuelo y uno de ellos dice: "el tío seguramente no nos querría ver así de tristes, más aún teniendo en cuenta como era él de jovial (por no decir un anciano parrandero)", y los dos terminan en alguna festichola de verano. ¿Ven que es una porquería? Claro, si yo lo cuento, y encima a través de un texto seco como el mío, seguramente les parecerá una idiotez rimbobante. Sin embargo, contando lo que yo (con algunas palabras más, palabras menos), Javier Llonch puede hacer que hasta el más serio de los guardias del palacio de Buckingham alegre su rostro durante algunos segundos. ¿Cómo logra esa extraña empatía con la gente? Interrogantes como ese han motivado que yo avance en portentosos estudios de la conducta y del lenguaje. He estudiado el humor, sus variantes, su influencia según competencias de todo tipo (culturales, profesionales, etc.), pero hasta ahora me ha resultado casi imposible determinar algún tipo de resultado satisfactorio. Definitivamente, lo que Javier Llonch logra con sus chistes, no se puede interpretar psicológicamente, sino a través de las variables que afectan a su uso del lenguaje. Su cadencia al hablar, su tono de voz, la expresividad de la misma, su elección de las palabras, son algunos de los elementos que podrían guiar una posible hipótesis. De alguna manera, yo creo que su manera de hablar influencia significaciones de todo tipo que terminan guiando a los oyentes a un lugar común, en el que la satisfacción que proporciona la empatía hace el resto. Creo a estas alturas que su caso es único en sí mismo y merece ser estudiado en término de circunstancias especiales. Al mencionarle esto último al profesor de letras Raúl Gordillo, recuerdo haberle oído una recomendación que me rodeó durante varios días. El profesor, como siempre, me aseguró que estaba teniendo una mirada demasiado semiótica de la vida, y que, según su mirada, a ese tipo de cuestiones no hay que teorizarlas. También me dijo que estudios como los de la semiótica sólo vinieron al mundo para "abrir la cabeza a las personas", ya que quizás puede parecer que sus desarrollos teóricos son algo toscos y traídos de los pelos, pero que ocultan una función mucho más importante, que es la de poder pensar al mundo más allá de lo que los ojos pueden contemplar.
 Siempre considero lo que Gordillo me dice aunque muy pocas veces le hago caso. Sin embargo, por esta vez decidí dejar de lado los cuestionamientos de sentido sobre los chistes de Javier Llonch por el hecho de que adentrarme en la semiótica me resulta demasiado complejo y aburrido; y además, para abrirme la cabeza prefiero a un neuro-cirujano.