miércoles, 4 de abril de 2012

Cumpleaños número 22

 Me he acostumbrado, desde hace largo tiempo, a no esperar demasiado de mis cumpleaños. Al decir esto no hago referencia a lo estrictamente material sino al día en general.  El 5 de abril no es más que otro aniversario de mi lejano nacimiento, y como tal, suelo recibir algunas felicitaciones y algún que otro obsequio que surge de improviso.  Me dice mi madre que he perdido la emoción, y que, al igual que ella, tendría que desear, con fuerza, que los 364 días siguientes pasen lo más rápido posible para que llegue otro cumpleaños, porque es una fecha especial. Considero, efectivamente, a mi cumpleaños como una fecha especial en el calendario; pero tan sólo como un día culmine en el que finalizan las vivencias con una determinada edad para pasar a un siguiente nivel, con mucha más madurez y con nuevas metas. Muchas veces, la mayoría de ellas, los niveles avanzados se parecen considerablemente, sin embargo, ser consciente de tales efectos hacen ponerme en carrera de un crecimiento ostensible, pronunciado.   Con 20 años podía dedicar numerosas horas a la televisión, con 21 no tantas. Con 21 podía actualizar con una constancia rutilante mi vida en las redes sociales, con 22 ya no puedo.
  “Cumplir 22 años no es moco de pavo mijo”, me aseguró una señora en el colectivo. Para la señora, tener 22 es mucho más que tener 21. Obviedad aparte, estoy seguro que esta afirmación (que parece un chiste pero no es), sólo encuentra una significación seria en el contexto concreto  de nuestra conversación. Con el seño fruncido y la mirada torcida le ha bastado para que yo arribe a su punto. Porque la anciana ha querido decir que con 22 años ya se ha tomado otro camino. El que anteriormente había presentado una bifurcación y una muy buena señalización,  se ha transformado en un pequeño sendero por el que hay que andar con sutileza, previniendo cada paso, ya que la más leve modificación al trazado puede alterar e interferir en un andar ajeno.  Todo esto he podido inferir de la señora, que me ha transmitido asimismo, otras cuestiones del tema cumpleaños.
 Las responsabilidades se han multiplicado. Mientras que con 21 años uno permanece timorato, pendiente de cualquier cuestión repentina, pero ya se sabe un ciudadano, con las adyacencias legales que le competen; con 22 debe empezar a actuar, ponerse el overol, forjar y consolidar esa ciudadanía que se le ha atribuido. Es también época de conseguir los primeros empleos fidedignos, de empezar a sentar cabeza en el amor y de conceptualizar las primeras planificaciones, porque, como mencioné anteriormente, ya no se trata sólo de uno, sino de dos o tres.

 Más allá de esta reflexión, he pasado por alto una cuestión fundamental.  Desde 2010, cumplir años tiene otro significado para mí. Es la época que da paso a la conformación de un nosotros pleno, del inicio del último tramo del amor más genuino. Amor que ha tenido frutos, el más puro, y al que le ha bastado con poco para haberse convertido en el regalo más excepcional y transformador. 

 Desde este, mi cumpleaños número 22, he comprendido que lo sustancial del 5 de abril no encuentra sentido en tanto espera de sucesos especiales, sino en la medida en que puedo contemplar el camino a recorrer con una sonrisa esperanzadora.  

sábado, 25 de febrero de 2012

Reflexiones sabatinas


El diccionario de la Real Academia Española define como inepto a quien no es apto ni a propósito para algo. Ahora bien, primero que nada, quiero hacer una aclaración que me compete en mi carácter de hombre de buena fe, antes que en el de redactor de este artículo. Creo fervientemente, que no hay cosa peor que comenzar una nota o editorial de cualquier tipo con una definición sacada de un diccionario. ¿Acaso somos tontos o incompetentes nosotros, los lectores, y necesitamos saber de que nos están hablando? No, para nada. Por ese motivo, el arranque de este escrito no es más que una mención especial a esos ineptos, a los no aptos para ese propósito tan difícil que es expresarse mediante palabras escritas: a muchos, quizás cientos de periodistas.
  Pensarán ustedes que sería algo así como darles un poco de su propia medicina (cibernética), pero no, porque dudo en que alguno de ellos asista a este humilde espacio y además mi crítica apunta a un rincón muy poco explorado, el de la solapada significación de la estupidez humana. Porque no encuentro ninguna utilidad a quien escribe en un diario de tirada multitudinaria e intenta deslices de una falsa intelectualidad. Para eso hay revistas de investigación o, en su defecto, algún blog de mala muerte, como este por qué no.
 Si se escribe para el diario más importante, el que vende mayor cantidad de ejemplares gracias a su concurso sabatino, no soportaría que me digan que un joven asaltante murió debido a una lesión que lo llevó al óbito por shock hipovolémico por degüello. Quiero que me digan que lo han cagado a tijeretazos en el cogote.

lunes, 12 de diciembre de 2011

El único peligro de un helado es que se derrita

Siento que pasa la vida. Además, tener traumada mi creatividad lo empeora todo.
 Podría sintetizar mi situación con un ejemplo algo tosco. Me siento como en una película de esas que son irremisiblemente absurdas con tramas que son una sucesión de hechos previsibles y un final que no es más que una patraña. ¿Acaso quien crea una película de ese tipo no se da cuenta o, en su defecto, no le hacen saber que, sin dudas, ese tipo de tarea no es para él? De igual forma, observando desde mi punto de vista desolador, asumo que si tiene una utilidad quien crea historias poco creativas y es la de concientizar sobre el peligro que conlleva una existencia al borde de la normalidad, del absurdo que significa percibir el paso de días como simple agrupamiento de horas, y de lo peligroso de conformarse con ello. Pese a todo, lo que me trae acá no es mi portentosa crítica a la labor cinematográfica sino lo igualmente devastador de empezar a entender a las expectativas de uno como meros sueños en un sinsentido permanente.
 Hasta ahora no he hecho más que quejarme, he pasado los últimos dos años en el intersticio de dos realidades distantes pero complementarias. Esto último podría ser explicado con otro ejemplo (mucho menos preciso); en este caso sería el hecho, que sucede en gran cantidad de ocasiones y es muy utilizado por vanidosos y algunos que otros mentirosos, en que una persona asegura su presencia en un lugar en el que no estuvo nunca. Yo me he pasado muchos meses en un lugar en el que no estuve nunca, creyéndome en lo alto de mis expectativas cuando en realidad no he hecho más que presentar déficits en mi confianza y ver rodar mis sueños por una colina que, de tan alta, seguro se morirían de un golpazo. No obstante, pude camuflar la desconfianza que hoy me generaliza, seguramente sostenido por las paredes que algunas manos generosas se empecinaron en mantener de pie. Pero hoy esas manos se han acalambrado, han caído presas del cansancio y quedé por fin sólo junto a mi realidad.
 Me asusta el hecho de pensarlo todo más de dos veces, temo por la salud de mi cerebro que ya no encuentra respuestas para un mundo que lo ha degenerado. Algún avispado lector me diría que no hay mejor satisfacción para una conciencia cansada que un descanso y yo le respondería que no podría ser más estúpido. Luego me miraría con una cara de intriga, así como buscando una respuesta, así como yo la he estado buscando desde hace unos meses. Hace tiempo que esta situación dejó de referirse a un simple descanso. Es más, creo rotundamente que ese descanso tiene una gran connotación de conformismo, por tratarse del hecho de detener la marcha para luego continuar en la misma idiotez que trajo consigo dicho cansancio. Pienso que no hay nada que pueda venirme bien, he empezado a acostumbrarme a esta sequedad creativa y a considerar que lo escueto de mis traumas cabría en un cortometraje de un par de minutos.

domingo, 9 de octubre de 2011

Sobre el liderazgo y otra cuestiones

 Todo, pero todo, era más difícil en mi época, incluso nacer”; comenzaba recordando León Kolvosky en cada uno de sus exitosos discursos de liderazgo. La frase, que pronto se transformó en marca registrada suya, había llegado a él por medio de la casualidad. Fue en la sala de espera del consultorio del doctor Hernando López Isla; al que visitaba dos veces por mes. Allí fue que oyó la conversación entre una anciana y una joven madre, la cual portaba en brazos a un pequeño bebé. En un determinado momento, cuando ya Kolvosky dormitaba en demasía, la muchacha le comentó a la señora mayor que el embarazo había sido óptimo y que a mediados del séptimo mes le habían realizado algunos estudios, mediante un extraño aparato, para determinar el sufrimiento fetal en el parto con mayor certeza y si es que no habría ningún problema con la salud del bebé y su salida del útero. La charla duró algunos minutos, minutos en los que Kolvosky despertaba poco a poco, con abundante intriga e inquietud. De hecho, en sus 73 años nunca había oído de tales estudios, por lo que se ocupó de prestar atención a cada uno de los detalles, azorado.
 Sin embargo, para cuando entró al consultorio de López Isla, las prerrogativas que había elaborado en su inconciente habían cambiado abruptamente de rumbo; ahora sólo le interesaba hablar de Racing Club con el doctor, y luego beber el habitual café de los martes.

 Algunos días después, en lo calmo de su hogar, recién ahí se reencontró con los comentarios de la abuela y la muchacha, tras el sesudo esfuerzo que le había supuesto escribir los primeros 10 renglones de la charla que algunos de los directivos de la empresa COLTEX S.A. le habían encomendado para la siguiente cena anual de la compañía, que se celebraría el sábado 12 de octubre. 
 El asunto de la charla produjo en Kolvosky más de un problema: perdió el sueño, la paz y el escaso contacto social que lo caracterizaba. Su primer reflejo fue contactar al doctor, a quien sometió a un ametrallamiento de preguntas, y sin embargo, sintió que no obtuvo lo que deseaba.
 La cuestión era la siguiente: Kolvosky debía disertar, ante los poco más de 200 empleados de COLTEX y sus afiliadas, sobre el liderazgo comercial y el éxito empresarial. Y quien sino Kolvosky podía saber de aquello, con casi 23 años al frente de una de las firmas más importantes en el refinamiento de combustibles.  A él no lo asustaba el hecho de estar frente a una multitud, ya que conocía a todos y a cada uno de los empleados – él mismo los entrevistaba al momento de contratarlos-, sino que lo amedrentaba la convicción de sus palabras y el efecto que provocaría en los oyentes su disminuido discurso, al cual consideraba como incapaz de movilizarlos.
 El doctor López Isla le había propuesto apelar a los sentimientos, al fervor de la multitud. Según el colegiado, tenía que asistir a lo que él denominaba el llamado lugar común, donde confluyen los pensamientos y sentimientos de la mayoría de los normales. De alguna manera, los consejos del doctor siempre significaban una fuerte influencia para Kolvosky. Por eso, con las palabras de su amigo dándole vueltas una y otra vez en su reducido escritorio, cortó con furia una hojita del medio de un cuaderno que tenía por allí y se dio a la misión de redactar sus mejores palabras, las más sensibles, emotivas y vibrantes que alguna vez pudo escribir.

  Un tiempo después de su primer discurso ante la masiva presencia de empleados, periodistas y curiosos en general; Kolvosky señalaría que fue precisamente en esa época -una de las más radiantes y beneficiosas para él según los periodistas más perspicaces- que su salud empezó a desmejorar, y también diría que en esas semanas envejeció lo que en años.
  
 Cierto es que su aspecto tras los días en los que se sucedieron innumerables congresos, conferencias, reuniones, meeting’s, exposiciones, etcétera; no era el mejor. Aún así, el descuido personal en esos presurosos días de disertación pasó inadvertido para el común de las personas que lo frecuentaban.
 Su única hija lo visitaba de vez en cuando. Pensaba Kolvosky que era sólo cuando a esta la culpa la sometía de una manera tal, que no quedaba más remedio que la visita. Por otra parte, el doctor López Isla  -su único hombre de confianza- era desde hacía ya un largo tiempo el encargado realizar la firme tarea de mediar entre la soledad y la cordura de su correligionario. El resto de las personas con las que León intercambiaba algún tipo de contacto eran sus compañeros de trabajo. Gran parte de ellos eran hombres bastante más jóvenes, en los que claramente se podían percibir preocupaciones que eran tan ajenas a él como el asunto de redactar un discurso.
  
 La semana posterior a la primera conferencia vio como aparentemente el intersticio existente entre el cuerpo y los sentimientos de León se redujo a una medida ínfima. Durante esos días se sintió espléndidamente espléndido, según sus propios dichos; pese a haber reconocido de igual forma que las sensaciones tras su primera conferencia no habían sido las mejores. Consideraba él que su discurso, si bien había sido totalmente emocional, podría haber dado pie a múltiples interpretaciones pues atribuía a sus mensajes un alto grado de entropía. Fue otra vez el doctor López Isla el encargado de solapar sus preocupaciones y duros cuestionamientos, al calificar el rol de Kolvosky como orador con sus mejores palabras. Además, influyeron también los saludos y miradas respetuosas que recibió el lunes siguiente, al asistir a trabajar.

 Todo parecía indicar que León Kolvosky se encontraba en la cima del mundo, y que tanto esfuerzo por fin le había dado maravillosos frutos.
 Porque podría decirse que a León Kolvosky todas las cosas no le habían costado el doble que a los demás, sino el triple. Basta con volver a escuchar su memorable discurso para entender que a este brillante y robusto hombre medio-viejo, huérfano al momento de nacer y emigrado en consecuencia de la guerra, la vida tendería a darle un guiño de confianza poco antes de su nacimiento. Contaba Kolvosky en sus primeras palabras que estaban (sus oyentes) ante el único hombre que había nacido muerto, ya que, técnicamente, el cordón umbilical había acabado con su vida al momento del alumbramiento. Sin contar además que su madre (¿también?) había muerto en dichas circunstancias.
 
 El doctor que se había encargado del parto, Belisario López Isla (Sí, el padre de Hernando), había efectuado lo que él consideró, hasta el momento de su muerte, el único milagro comprobable en este mundo. También, López Isla padre lo había adoptado como a uno de los suyos, y además de darle todo su cariño, le dio a Hernando, a quien si bien tenía cierta reticencia en llamar “hermano”, lo consideraba como una parte de su persona. En lo referido a los sentimientos claro está, porque León era absolutamente autosuficiente en todas sus tareas.
 Por esto, más la presencia de Hernando López Isla sosteniendo su silla de ruedas en la cena anual de COLTEX, León Kolvosky podía asegurar, con toda seguridad que en su época, hasta nacer era más difícil que ahora, y las personas que lo escuchaban con atención, no podían negar el más emocionante aplauso al hombre más importante de la compañía.

dibujo de Wölfli, un loco no tan lindo

lunes, 3 de octubre de 2011

Semiotizando idioteces

 Lo que me trae en esta ocasión es la anécdota, no tan vieja, que viví alguna vez con mi amigo Javier Llonch.  Este muchacho es un algo simpaticón, siempre tiene las mejillas rojas como tomates y posee una extraña capacidad empática que me despierta curiosidad. No siempre, pero casi siempre que tiene la oportunidad, cuenta el mismo chiste y los diferentes grupos de personas que lo han oído no pueden evitar reirse en exceso. El chistecito es una verdadera porquería; dice algo así como que dos primos se encuentran en el funeral de un tío-abuelo y uno de ellos dice: "el tío seguramente no nos querría ver así de tristes, más aún teniendo en cuenta como era él de jovial (por no decir un anciano parrandero)", y los dos terminan en alguna festichola de verano. ¿Ven que es una porquería? Claro, si yo lo cuento, y encima a través de un texto seco como el mío, seguramente les parecerá una idiotez rimbobante. Sin embargo, contando lo que yo (con algunas palabras más, palabras menos), Javier Llonch puede hacer que hasta el más serio de los guardias del palacio de Buckingham alegre su rostro durante algunos segundos. ¿Cómo logra esa extraña empatía con la gente? Interrogantes como ese han motivado que yo avance en portentosos estudios de la conducta y del lenguaje. He estudiado el humor, sus variantes, su influencia según competencias de todo tipo (culturales, profesionales, etc.), pero hasta ahora me ha resultado casi imposible determinar algún tipo de resultado satisfactorio. Definitivamente, lo que Javier Llonch logra con sus chistes, no se puede interpretar psicológicamente, sino a través de las variables que afectan a su uso del lenguaje. Su cadencia al hablar, su tono de voz, la expresividad de la misma, su elección de las palabras, son algunos de los elementos que podrían guiar una posible hipótesis. De alguna manera, yo creo que su manera de hablar influencia significaciones de todo tipo que terminan guiando a los oyentes a un lugar común, en el que la satisfacción que proporciona la empatía hace el resto. Creo a estas alturas que su caso es único en sí mismo y merece ser estudiado en término de circunstancias especiales. Al mencionarle esto último al profesor de letras Raúl Gordillo, recuerdo haberle oído una recomendación que me rodeó durante varios días. El profesor, como siempre, me aseguró que estaba teniendo una mirada demasiado semiótica de la vida, y que, según su mirada, a ese tipo de cuestiones no hay que teorizarlas. También me dijo que estudios como los de la semiótica sólo vinieron al mundo para "abrir la cabeza a las personas", ya que quizás puede parecer que sus desarrollos teóricos son algo toscos y traídos de los pelos, pero que ocultan una función mucho más importante, que es la de poder pensar al mundo más allá de lo que los ojos pueden contemplar.
 Siempre considero lo que Gordillo me dice aunque muy pocas veces le hago caso. Sin embargo, por esta vez decidí dejar de lado los cuestionamientos de sentido sobre los chistes de Javier Llonch por el hecho de que adentrarme en la semiótica me resulta demasiado complejo y aburrido; y además, para abrirme la cabeza prefiero a un neuro-cirujano.

sábado, 10 de septiembre de 2011

A Cortázar le gustaba el boxeo

 Me mira con desprecio. Admito que intimida, sin embargo, no puedo perderle respeto, arma invisible que oculta en sus facciones notariadas por el tiempo, que disminuye mi presencia, pese a encontrarnos en infinidad de veces en una misma circunstancia, y me vuelve parte del no-escenario, inerte, invisible a la consideración del resto. Esta solemne sensación me acompaña desde hace ya mucho tiempo, es más, no puedo hallar en algún resquicio de mi ajetreada memoria un momento que no haya sentido así.
  De aquí puedo concluir que escribo por descolocación, por falencias. Y también lo tomo como a un juego que ayuda a obtener alguna especia de equilibrio, porque dice Cortázar que bien queda la consideración de cualquier juego como la partida desde una descolocación para lograr una colocación, un orden, un equilibrio. ¿No es esa la esencia de todos los juegos?
  Luego viene el problema de las prioridades. Respeto a las prioridades en cuanto a profundas declaraciones de verdad. Si alguien no quiere hacer algo, o lo hace en menor o mayor medida, ¿acaso no es una sentencia de la conducta, guía hacia X o Y? De allí deduzco que una prioridad, sincera muestra de carácter, nos muestra tal cual somos. El problema radica en que, a veces, nos cubrimos de falsas prioridades, en parte por estar alienados en un sistema de vida que no nos comprende como personas en incesante desequilibrio.
  Más tarde, ese día en que elaboro mis sesudos cuestionamientos, y cuando ya me ha rodeado esa nube que se identifica como la desolación; y que acoge en exceso a un hombre acostumbrado a la compañía de una pluma y un canario, también puedo identificar la importancia de lo banal, lo insustancial. Una charla sobre la actualidad del fútbol, el placer de la bebida, entre algunas otras, además de tomar dimensiones incomensurables en la salud mental de un hombre promedio, dotan de sentido a algunos momentos que no encuentran epílogo de otra manera.
 Eso mismo que Cortázar, cuando ya no tenía ganas de ser el maniático intelectual que era (aunque más no sea por un rato) encontraba en el Luna Park observando a los tosudos boxeadores golpeándose hasta situaciones límites; a eso intento remitirme. Es decir, a ese reencuentro con una realidad que a mi por lo pronto me es ajena desde que tengo memoria, y que, sin lugar a dudas, existe en el sinsentido de las prácticas más toscas cuando no superficiales, aunque como dije, trascendentes a su manera.
 Por lo pronto, cuando un golpe sobre el tabique del colombiano Henry Páez da paso a una hemorragia de tamaño sideral, que inunda el ring, empiezo a entender de que se trata el boxeo y algún que otro cronopio* de algunos libros de Cortázar.


 *Un cronopio es un poema sin rimas, una dibujo al márgen de la hoja. Personaje descrito en algunos libros de Cortazar.
 

martes, 16 de agosto de 2011

Sesenta y ocho

 Al final de cada día, elaborar conclusiones no es sencillo, porque hay de esos días que son superlativamente normales, otros que pueden ser interesantes y los quizá más regulares: esos que no definen un género entre la amplia gama de posibilidades. Dicho de otra manera, los días que no son ni buenos ni malos.
Hoy no fue un día de esos tan interesantes pero tampoco fue malo, ni mucho menos. Hoy compré mi primer sombrero, el colectivo pasó en el momento preciso de mi espera y por último, visité al tío Amancio en la "Casa de los Abuelos". En conclusión; no tengo demasiado como para calificar a las 24 horas que pasaron, por lo que continuaré con una pequeña reseña, quizás así, alguno de ustedes, mis lectores, puedan ayudarme a determinarlo.
Comencemos por la mañana. Momento del día que no causa demasiado entusiasmo en las idas y vueltas de mi vida. En el caso de hoy, lunes, me levanté a las 11 hs para ir a clases. Tomé los colectivos en tiempo y forma; y a las 4 de la tarde ya estaba totalmente desocupado. Por eso, debe ser sólo por eso, que mi voluntad se vio reforzada en la necesidad de visitar al tío Amancio; que por ese entonces -como todos los lunes- se encontraba en la "Casa de los Abuelos". En cierta manera, ese momento era el único en que podía hallar a Amancio en lo más profundo de sus cabales.
 Ya había pasado mucho tiempo desde que mi tío podía compartir una charla álgida o un debate candente sobre temas de política, economía o deportes -en equipo-. La aclaración última se debe a que Amancio era un fiel creyente y defensor de la idea de que la filosofía esencial del deporte se halla en la confraternidad que sólo puede generar el trabajo en equipo. A esta creencia la había impuesto en el club de hombres de la tercera edad, de manera que quienes asistían con frecuencia a las reuniones, en las que se observaban deportes y se comía con prisa, directamente apagaban el televisor al transmitirse un partido de tenis, una pelea de boxeo o cualquier arte marcial de moda.
 Recuerdo que tras alguna reunión anterior con mi tío Amancio había concluído que la perdida de un poco de cordura le había significado también una perdida ineludible de memoria -algo que caracterizaba y era menester para el hombre del Barrio San Vicente en Córdoba-; sin embargo, estas consecuencias del paso del tiempo y del deterioro mental y espiritual que sucede en la existencia de cada hombre, a mi entender, lo habían vuelto más dócil, amable y hasta más gracioso.
  En la tarde esa que rememoro, al lado de la puerta de entrada del club, en la que nos sentamos junto a otros hombres canosos y de sonrisa exagerada, recuerdo que nuestros primeros minutos a la vuelta de esa mesa fueron abrumadoramente normales, casi aburridos, hasta que decidí desparramar por el avejentado ambiente un dato que había leído en internet durante la mañana. "Vio tío que Boca va a jugar con General Paz por la copa esa", dije despacito, tal vez intimidado por la presencia de los otros viejos.
 Yo sabía que el tío tomaría la noticia con emoción y enarbolaría una serie de cuestiones actuales que se entremezclarían con algunas del pasado; y que todo esto desencadenaría en una charla interesante, en la que sin dudas diría lo que siempre: "Como olvidar ese equipo multicampeón de Junior en el 68' que formaba con Mastrangelo; Fernández, Finarolli, Luzuriaga Hugo y Luzuriaga Juan; Troski, Valum, Alzamendi, Cárdenas; Valerenga y Gottardi..¿Sería capaz de ganarle a cualquiera no?". Siempre lo decía con la rapidez propia de un sesudo conocedor de fútbol, mientras mi mirada cómplice lo guiaba hacia nuevas y más frescas palabras.
 Sin embargo, en este día lunes en que visité de vuelta el "Club de los Abuelos"; y se repitió la rutina tras la cual se desarrollaban emocionantes representaciones del pasado y del presente por parte de los abuelos; Amancio permanecía inquieto, miraba por la ventana unos segundos y volvía a mirar, como si algo se le hubiera perdido. Fueron muchos los minutos que tardé en lograr que el tío volviera en sí, y que se incorporara a la charla como uno más -aunque los abuelos y yo sabíamos muy bien que las buenas discusiones en gran medida correspondían al exasperante carácter de Amancio-. Para mi sorpresa, cuando estaba a la espera de la clásica formación del Junior -y preparaba asimismo una gran cara de fascinación para simular mis falsos recuerdos vívidos sobre el equipo-, Amancio se calló, miró a la ventana, retomó el visible nerviosismo y empezó la clásica nomenclatura: "Masss...tran...". "Gelo", le completé con fuerza. El tío asintió y siguió con los nombres. Para nuestra sorpresa Finarolli ya no era tal...ahora era Firmarolli; los hermanos Luzuriaga ahora se llamaban Uzuriaga Hugo y Uzuriaga Juan. Pero estos eran errores menores al lado de los demás, a los que les había cambiado descabellladamente los apellidos -Alzamendi era Altamira, Valum-Balón, Valerenga ahora era Valencia y a Gottardi lo había simplificado por un zetoso González-. El único que había permanecido intacto en la memoria mediata del tío era el bueno de Troski; que era, según él mismo, un hábil pateador, incansable delantero, humilde en la victoria y orgulloso en la derrota.
 En fin, con el ocaso del día asomando, puedo concluir, frente a este computador, que este fue un día no más lejano de la ordinariez que cualquier otro. En la mía, y en la cabeza de algún lector ensimismado en sus problemas cotidianos, tal vez no haya lugar para extraer alguna conclusión positiva de los tediosos días, sobrecargados por el trabajo, estudio y demases. Sin embargo, lo acontecido hoy me trae a la memoria a los ancianos desprotegidos del club, quienes comparten las visitas de cualquier extraño -probablemente para sentirse un poco menos solos-, y por ese lado voy a elegir situar mi experiencia cotidiana hacia el lado de la positividad. ¡Sii! Es más, ahora en mi carácter de benefactor de los pobres desprotegidos,de las almas tristes (?), debo admitir que una sonrisa rodea mi cara. Además, no puedo dejar de lado la gracia que me dió Amancio hoy, con su nombramiento desigual y desmemoriado. 
¡Menos mal que por lo menos se recuerda a sí mismo, Troski, en aquel multicampeón del 68!