viernes, 4 de marzo de 2011

Relato de un hombre solitario. 1

-Es suficiente- me dije y dejé caer el vaso medio vacío de gelatina verde musgo. En ese momento por fin fui un valiente como los que se suelen contemplar en fábulas y películas de medianoche.
 Con la seguridad tímida que me caracteriza me puse de pie, caminé los tres pasos que separan el escritorio de la puerta manchada y observé con cuidado por la cerradura. Nada me pareció raro porque veía el desorden de siempre,  tal cual lo había dejado a las 5 de la tarde y 15 minutos tras el rutinario té inglés.  Encendí el televisor y el chavo del ocho me convenció de que todo estaba bien en el viejo departamento de la abuela.
 Esperé media hora e inicié otro recorrido. Esta vez hacía frío y el viento hacía silbar tan fuerte la rendija de la ventana del monoambiente que a mí me provocaba escalofríos. El ambiente se enturbió cuando advertí que el desorden habitual no era el mismo, alguien había desaparecido el libro blanco y el diario de ayer.  Cambié mi gesto adusto por otro de preocupación y el calambre se apoderó de mis piernas. Supe que era el momento de retirarme y dejar a mis fantasmas internos el trabajo posterior, ese mismo que cumplían con eficacia desde que sabotearon mi confianza a los 12.

Charlé con mi conciencia un largo rato y me convenció de abandonar el encierro y hacerme cargo del fenómeno paranormal que había imaginado en una ráfaga de razonamiento caza fantasma.
  Decidido a tomar el “toro por las astas” como decía la abuela fui en busca de la escoba de paja como precaución en caso de un ataque intruso. Portando el elemento con las dos manos cual bate de béisbol caminé silenciosamente y al resguardo de una posible sorpresa negativa, no obstante lo único que ahuyenté fue una pequeña rata que se encontraba decidida a empalagarse con un trozo de galleta vespertina. Más tranquilo, con la serenidad carcomiendo los escasos metros cuadrados de la propiedad, me enfrenté al desafío que había obviado durante gran parte de la semana: la limpieza. Barrí con la escoba anti-fantasmagórica durante 10 minutos el mismo lugar hasta que la calma se convirtió en tensión por la caída de un cenicero de cristal.
 Mi mente se nubló, no vi más opciones que huir hasta la escalera del balcón para refugiarme y una vez allí recorrí el mismo circuito de pensamientos que ejecutaba mi procesador interno cuando se presentaban situaciones de tensión. Pensar en que alguien tuvo que haber movido al cenicero los 20 centímetros que separaban al pequeño objeto del borde de la mesa plástica me convenció de que la única explicación lógica recaía en la presencia de espíritus o fantasmas en su defecto.
 Tras haber concluido eso, mi primera certeza en años, llegó el momento de formular preguntas sin sentido para encontrar calma y quietud ante tal momento espeluznante. ¿Será la abuela? Si lo es, ¿Qué quiere acá? ¿No es feliz en el cielo? ¿O no habrá cielo? ¿O será una señal de que algo malo por suceder? ¿Será una premonición? ¿Soy la versión latina del chico de “sexto sentido”?
 En fin, no era la primera vez que asumía mi papel descubridor de poltergeist’s. Ya una vez de chico había sido yo quien veía lo que otros no pero eso no viene al caso en este relato.
 Cuando me volví a calmar ya la noche pedía permiso al día y el viento anunciaba tormenta. Entré de nuevo al cuarto y miré expectante la mesa para esperar el próximo caso paranormal. Sin embargo nunca pasó nada más que el regreso de la rata hambrienta de la siesta.
 Esperé de nuevo y, al rato, volví a esperar pero nunca pasó nada. Me cansé de mirar la mesa plástica y los restos del cenicero que era evidencia del antiguo vicio de la abuela, mis ojos pidieron descanso y me dormí al lado del televisor.
 El sol del día me despertó por obligación, me levanté, mojé mi cara y ordené el hogar por segunda vez en 15 días. La nostalgia se apoderó de mí al momento de la limpieza porque recordé la excusa que siempre le daba a la “vieja” cuando la mugre se apoderaba de mi lugar: “para que ordenar si al minuto y medio todo se desordena solo” y en ese momento por fin mis sentencias absurdas significaron algo más que una frase para salir de urgencias.
 Una vez que terminé,  sentí que mi cerebro, no acostumbrado a tanto ajetreo neuronal, literalmente se quería escapar por mis orejas. Fui al supermercado de la vuelta con la lista de compras que había planificado días antes de los sucesos paranormales. Compré leche, yogur, pan, dos medialunas y un arroz en oferta. –Vaya compra- me dije irónicamente y pensé que algo de suma urgencia aún me faltaba. –Ah! cierto- grité en voz alta porque en el listado no figuraba la trampa para roedores, algo que anhelaba y necesitaba para acabar con la visita de la misma rata de siempre.

 Tardé en total 20 minutos en comprar las cosas que buscaba, aunque en realidad el listado contaba con más de 10 elementos.
 Ví un programa cómico hasta que el hambre me obligó a comer el arroz en oferta que era mi única opción y la disfruté como tal.

 Después de comer me dediqué a pensar en la abuela y a intentar entender porque a los 75 años, y tras 20 sola en este departamento de 2x2, no había perdido la cordura. Al contrario, era lúcida y hasta el último de sus días hablaba tan claro que se la escuchaba a 10 metros de distancia. Otra vez formulé preguntas a mi inconsciente agotado pero esta vez las evitaré para no agotar a quien lea este relato. 
 La abuela además de su lucidez contaba con una habilidad innata para el arte culinario, sin embargo, cuando aún faltaban 20 días para su muerte se habían cumplido 10 años sin que siquiera hirviera unos fideos.  El porqué radicaba en la carencia de visitas que tenía la señora mayor, a la que no visitaba su único hijo ni yo, desterrado a los 20 años por cuestiones diplomáticas.

 Después de pensar, se vino la noche. Yo no quería pero era inevitable que la oscuridad de la noche se apodere de un instante al otro de la tranquilidad del hogar. La trampa para la atrevida rata estaba en su lugar desde las 7 pero el animal lo había evitado  al momento de mi chequeo alrededor de las 9 y media.
 Volví a tener miedo cuando el baño “se cayó” literalmente producto de la caída del espejo más grande. No era el mismo miedo de la noche anterior, esta vez el calambre era tan fuerte que mis brazos recorrían todo el departamento entre escozores. Me refugié con rapidez y pasé de nuevo por lo de siempre; los pensamientos absurdos, la tranquilidad y las preguntas más absurdas  aún. No obstante tuve un momento de seriedad que me asustó más de la cuenta porque volví a concluir una certeza, aunque esta vez me preocupaba más de la cuenta. Algo o alguien habitaba este lugar además de mí y era ese el motivo por el que la abuela no estaba loca. Eso o ese era su compañero de soledad, con quien compartía charlas silenciosas y silencios eternos. El escalofrío se acentuó y me sentí complacido con mi verdad, la única en la que creía desde que dejé de ir a la iglesia a los 14.

 Me llamó el sueño y me vi obligado a dormir, tomé el almohadón del sillón y me acosté donde la abuela solía sentarse (acompañada) a observar el horizonte.
El día siguiente me recibió acostumbrado al temblor de mis piernas y el miedo por las actividades extrañas y paranormales se tornó familiar.
Así fue que me adapté a la vida en la ciudad, a los sustos, y aunque con el tiempo se vuelve llevadero, contrario al campo, aquí los días me pasan más lentos que de costumbre. Por momentos me aboqué a la captura del intrépido roedor que convivía conmigo aunque nunca tuve éxito en mi cometido. Encontré en esa actividad un momento de relajación, donde daba rienda suelta a mis aventuras y a mi ingenio, sin embargo, cuando mi paciencia se agotó, terminé poblando cada centímetro cuadrado del lugar con los mecanismos anti-roedores y aún así no logré dar con el desafiante animal. Fueron 10 días de búsqueda incesante hasta que una mañana de sol una de mis trampas capturó un fantasma. Mi relación con ellos no es como la que tenían con mi abuela pero esa es otra historia y no viene al caso.

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