miércoles, 16 de marzo de 2011

Lo que recuerdo del domingo

Me lo había dicho temprano y yo no le creí. -Que estúpido-, pensé mientras me retorcía del dolor y pedía auxilio en vano. En vano porque todos sabemos que a las 3 de la mañana de un lunes nadie anda en la calle...
 Todo se remonta al día anterior, más precisamente al comienzo del domingo 12 de abril. Ese día, yo me había despertado con los primeros rayos del sol y estaba presto a pasar un día normal, sin exabrupto alguno más que una tímida resaca producto de la noche anterior. Sin embargo en los planes de Gonzalo Vedía no figuraba tal cosa. 
 Acomodé lo  que siempre solía acomodar, primero mi almohada, luego la mesa de luz y por último el escritorio donde trabajaba de lunes a viernes. Con la cara limpia salí de mi casa rumbo a la panadería, donde compraría lo necesario para un desayuno rápido. Hasta aquí todo me resultaba familiar. Los rostros escasos de las personas que aprovechan el esplendor del día, en su mayoría ancianos, me hacían olvidar de a ratos que mi cabeza necesitaba un descanso prolongado. -La noche me está pasando factura- me repetía a mí mismo en voz alta mientras caminaba las 12 cuadras que separan mi viejo departamento del centro de la ciudad. Ese viaje de ida y vuelta y las visitas de los lejanos amigos eran mi único escape a la realidad, debido a que me encontraba sumergido en un mundo surrealista a causa de mi trabajo. Pero no me quejaba, al contrario, lo asumía como un plan del caprichoso destino.
Antes de entrar a mi casa, al pasar por el pasaje Magallanes, la mirada extraña e inquietante de Gonzalo Vedía desde la vereda de enfrente, como casi siempre, me había asustado.  Pasaba con frecuencia. Admito que más de una vez le temí al verlo concentrado en la matanza de cerdos. También admito que yo no confiaba en la cordura del hombre con el torso desnudo que me miraba con desprecio. Sea porque lo hallaba extraño en sus comportamientos o porque no se había criado a la par de los demás niños del barrio, debido a su prematura iniciación en el mundo del trabajo, lo cierto era que Gonzalo no causaba en mí ningún tipo de sentimiento benevolente y en ese domingo de abril se encargaría de confirmarlos.
 Gonzalo era más alto que yo, tenía una cara redonda con una sonrisa de dientes grandes y blancos que resaltaban por el tono ocre de su piel y sus manos rasgadas evidenciaban los 12 años de trabajo intenso a los que había sido sometido. Él no hablaba con nadie más que con su padre, ese hombre inmortalizado por la silla de mimbre en su porche, pero ese día cambiaría ligeramente sus planes. 
 Para cuando entré a mi hogar, estaba tan intrigado por el vecino y sus actitudes extrañas, que olvidé el desayuno. Decidí salir de nuevo para intentar repetir esa sensación y así dilucidar mis dudas, que por entonces ya inundaban el patio. Entonces el timbre me tomó por sorpresa, caminé apresurado a la puerta y miré por la rendija como Gonzalo se alejaba con un paso seguro de la entrada de mi casa. Tomé las precauciones necesarias y salí a chequear la normalidad de las cosas. Sólo a la vuelta pude descubrir el saldo de la visita inesperada de mi vecino, que antes de irse había dejado bajo una piedra un pequeño sobre de papel madera. Mi sorpresa fue inmediata, tanto por el inesperado gesto como por el hecho de que ese salvaje hombre conocía la lecto-escritura. Tomé el papel del suelo y entré a mi casa. El texto era breve y estaba escrito con un lápiz azul. Lo leí una y otra vez, y en cada ocasión más me costaba asimilar el mensaje. Mi reacción de incredulidad ante el mensaje fue instantánea porque aunque temía por los actos bárbaros que había visto cometer a Gonzalo, en el fondo de mi consciencia tenía la convicción de que ese gigante hombre era un incomprendido solitario. Dejé pasar las horas, y cuando el sol desapareció del horizonte ya me había olvidado totalmente de la pequeña proclama que había recibido. –Que estúpido había sido-.
 Dieron las 12 y me alisté para dormir. Una vez acostado, recordé que no había asegurado la puerta con el candado que siempre colocaba. Me incorporé a duras penas y llegué hasta la puerta, la abrí y contemplé la enormidad de las estrellas, dueñas del cielo nocturno. En ese momento volví a sentirme vacío, como cada día previo a mi caminata. Decidí que era momento de volver adentro pero antes enrollé la manguera con la que había regado unos días antes. Me arrodillé y sólo ahí lo descubrí, junto a ese escozor que me carcomía la espalda se encontraba Gonzalo, quieto y sosteniendo en sus manos el afilado cuchillo con el que degollaba cerdos.
 Su quietud se esfumó en un santiamén, me rodeó y alcanzó a asestarme dos golpes letales. Los suficientes para recordar que Gonzalo había decidido matarme en la noche. ¿El motivo? En las 5 líneas de su notificación aseguraba  que mi mirada diaria lo perturbaba, lo agobiaba al punto de no dejarlo trabajar con normalidad. Por esas razones, él había tomado la decisión de desaparecer esa mirada, la mía, y yo había sido tan ingenuo…






2 comentarios:

  1. Pobre Gonzalo, lo comprendo, temo que algún día yo termine haciendo lo que él. Mi trastorno antisocial avanza a pasos gigantes jaja.

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  2. Complicado querida Belén jaja! Aunque por las dudas no paso nunca más por las cercanías de tu casa jajaja!

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