sábado, 5 de marzo de 2011

El juego...

Al momento de conocer la escritura sobre papel de seda, Juan Cortés era un hombre medio-viejo, marchito y sin ganas de luchar. Precisamente el día que se produjo el arribo de la invención china a la comarca de Andalucía marcó también el final de su carrera militar. La madre de Juan solía recordar ese martes cercano a las navidades en la orilla de su cama, mientras admiraba la belleza de sus pies. Hasta ese día nunca había pasado nada importante en el pueblo, del que sólo se sabía existente por sus grandes campos de bananos. Era un lugar tan tranquilo que hasta se podía oir al silencio, sin embargo todo cambió durante 24 horas tan vertiginosamente que precipitó un ataque de tristeza en numerosos habitantes del pueblo (aunque fueron los menos). La gran mayoría recibió con júbilo a la comisión que había llegado desde la lejana capital para dar a conocer la invención. Eran todos hombres de entre 25 y 40 años que reían con frecuencia e intercambiaban miradas temerosas. Se sentaron en la plaza y comenzaron un espectáculo que duró hasta entrada la noche. Allí otorgaron las primeras concesiones del gran invento y la consiguiente instrucción para su uso.
Al día siguiente, cuando el grupo de hombres abandonó la ciudad, el pueblito estaba tan desolado como de costumbre. La única escuela con sus 2 maestros, la pequeña plaza principal y el ayuntamiento agrietado por la humedad se veían como si nada hubiera ocurrido el día anterior. Los rostros felices, el paso acelerado de la gente y la celebración se habían extinguido tan rápido que casi nadie había alcanzado a percatarse de lo que había sucedido.
 Pero había alguien que sí, ese era el por entonces desfachatado Juan Cortés. Él había contemplado desde lo alto de su ventana el paso momentáneo de la alegría por el pueblo. Y fue ese precioso momento el que lo decidió a hacer algo con lo que había soñado desde que viajó a la capital por primera vez para formar parte del ejército del rey: dedicarse a lo único que realmente le interesaba, la enseñanza de niños. Sus deseos, truncos, se debían principalmente a que provenía de una familia con tradición militar y a la terquedad de su madre. Su padre don Ramón Cortés, muerto en batalla, lo había instruído en el arte de la guerra desde que era tan niño como ingenuo. Juan no había tenido oportunidad de conocer a su abuelo (fallecido por una extraña enfermedad) no obstante su padre se encargó de mencionarlo en cada uno de sus relatos de la reconquista para tenerlo siempre presente aunque cuando pequeño él no había tenido una relación tan fructífera como la que por entonces entablaba con su hijo.
Liciado joven, don Ramón era un hombre rebelde, de marcado espíritu valiente y de gran corazón. De hecho, al momento de nacer ya había enfrentado y vencido la batalla más dura dentro del vientre de su madre, de la cual resultó ileso. Cuando cumplió 25 años conformó la primer milicia civil del interior y fue el encargado de liderarla en una expedición a la frontera. Esto le valió el reconocimiento del trono español y el aplauso de otros tantos civiles en la capital. A los 27, ya condecorado y reconocido por sus pares, tuvo que abandonar la militariedad por una infección que le terminó amputando ambas piernas. Pese a sus limitaciones no abandonó su espíritu de hombre de lucha. Reunía semanalmente a un comité de hombres del pueblo para debatir sobre cuestiones de estado, políticas nuevas y libros leídos. La relación con su hijo se agrietó con el paso del tiempo tanto que mientras moría a los 54 años se arrepintió de tantas cosas que no alcanzó a recordarlas.
 Juan Cortese continuó su vida con la energía propia de un luchador. Su apellido le valió muchas ventajas y el reconocimiento de gente que no conocía. Su madre admiraba en el joven Juan ciertos rasgos y actitudes de su padre, aunque lo consideraba menos inteligente y extrovertido. La adultez lo indujo en una problématica decisión sobre su futuro. Podía ser militar como su padre o ser militar como su abuelo, se decía a sí mismo mientras su madre lo miraba con dureza.
Pero él no había nacido con la aptitud para continuar la tradición familiar. Sin embargo su madre le refaccionó el viejo traje que usaba su padre cuando partía en misiones y lo envió a la capital.
 Fue instruído 4 meses hasta que los rumores de una inminente guerra civil puso a los jóvenes militares a patrullar las calles de la comarca. Rápidamente se convirtió en referente y lideró a sus tropas en 4 enfrentamientos, de los cuales sólo venció en una ocasión, la más importante según él.
  Cuando la situación se normalizó fue el momento perfecto para retirarse de la formación militar y volver a su pueblo, del que tanto extrañaba la tranquilidad y la soledad. Siempre quiso volver a su lugar de origen para ser maestro de escuela y colaborar mediante la enseñanza para que no sea necesaria una futura carrera armamentista.
En tres meses se incorporó a la escuela y empezó a realizar sus primeras tareas como auxiliar del maestro con más antiguedad en el cargo, próximo a retirarse. Al año ya era el maestro principal y el subsiguiente lo halló ocupando el cargo de director general. Su desempeño era el esperado, óptimo según sus pares. Se convirtió en referente para la juventud, para los que siempre tenía consejos eficientes y juegos ingeniosos que había importado de sus tiempos de militar.
Fue el único crítico de la incorporación del papel a la actividad escolar. Se opuso a las políticas de enseñanza configuradas desde la capital para alinearse con un nuevo método, su método por el cual recibió cientos de palabras de apoyo. Cuando se produjo promoción al cargo máximo dentro de la escuela, incorporó a un nuevo maestro, con el cual tuvo una relación contradictoria. Junto a él serían los creadores de un juego que causaría conmoción en el pueblo y que traería el júbilo de nuevo a cada puerta de cada hogar.
Un martes de abril Juan Cortés descubrió lo que para él era una gran traición. Fue Juan Manuel de Andrada, el nuevo profesor, quien había optado por hacer caso omiso al pedido del director Cortés que demandaba a cada profesor dedicarse a la enseñanza a la vieja usanza, la anterior al descubrimiento del papel de seda. La anuencia y confianza con la que contaba para con cada profesor se vió en peligro por motivo del novato profesor. Sin embargo no lo reprimió y redobló la apuesta. Otro martes del mismo mes citó a jóvenes y adultos al patio de la vieja escuela para que sean testigos de un momento importante en la historia del uso del papel. Cortés se jactaba, antes del acto de haber encontrado una nueva utilidad para el polémico papel, que no había sido aceptado con éxito como sí lo había sido en otras partes del globo.
 El director recogió grandes cantidades de papel, dos sillas de mimbre viejo y pegamento escolar. En clase, pidió a cada uno de sus alumnos que redujeran al papel rectangular a su forma más simple, en otras palabras, arrugarlos hasta compactarlos en forma de limones. 
Cuando llegó el martes de la citación, el director Cortés ya había compactado cientos de ideas provenientes principalmente del estudio de la civilización maya de donde había tomado prestada la esencia de su pok-ta-pok. Por último empapeló la ciudad (dato curioso) con lo que sería, según él, un momento épico en la vida útil del papel de la china.
 La gente se agolpó en las inmediaciones de la escuela y el ruido se apoderó de nuevo de la ciudad. Pasaron 20 minutos y nada sucedía hasta que Cortés apareció sosteniendo en sus manos 4 patas de una silla de mimbre, sujetó 2 de manera paralela en una esquina del patio y colocó a las restantes en igual posición pero en el otro extremo. La gente miraba abosrta, no podían creer que quien estaba colocando esos palos era el reconocido hijo del general don Ramón Cortés. Otros por su parte concluyeron que el hombre de la escuela había enloquecido y no tenía remedio. 
  Juan siguió con su empresa. Se retiró unos minutos y apareció esta vez con una rimbombante esfera de colores de tamaño considerable hecha con papel y pegamento en demasía. La apoyó en el piso y alineó a los alumnos de la escuela de un lado y a los adultos del otro. En ese momento enunció unas rápidas y concretas reglas del nuevo juego: los adultos debían evitar que los niños introdujeran el balón por entre medio de las patas de mimbre situadas a sus espaldas y lo propio, pero con sus patas de mimbre, tendrían que hacer los niños. Sería el ganador el equipo que más veces lograra introducir la bola de papel en el fortín rival. Finalmente, cuando ya algunos se habían amontonado para ser los primeros en tomar la esfera, Cortés precisó la regla más importante del juego: sólo se podía usar las piernas -no las manos- para golpear el papel compactado.
 El siglo XI no vería ninguna invención más grande que la hecha por Cortés. Ese día de Abril, el pueblo recuperó lo que había perdido en algún momento y que en otro momento, la llegada del papel había dado muestras de que aún permanecía en la esencia del pueblo. Ese día primaveral fue el día en que el pueblo volvió a sonreir. Sin embargo esta vez no duró tan sólo unas horas. Los más jovenes poblaron las calles, atacaron los papeles que había colocado Cortés para promocionar su acto y los gritos y sonrisas infantiles se apoderaron de cada centímetro cuadrado del pueblo, de la mano de la práctica del nuevo juego. En ese momento se supo que Juan Cortés no había dejado ese detalle librado al azar, de hecho lo había planeado como una especie de promoción del nuevo juego y lo había logrado con éxito.
Instantáneamente el director de escuela y su juego trascendieron los límites del pueblo, las fronteras se hicieron angostas y el pueblito del interior dejó de ser aquel lugar lejano que nadie sabía ubicar en un mapa. Lo único que "el director Cortés", como había sido apodado por la gente que no lo conocía,  había "olvidado" era poner un nombre a su invención, cosa que la opinión pública consideraba extraña por el hecho de que el director planeaba todo con detalles. Sin embargo no fue sino hasta el momento de su muerte cuando se conocería este dato. Según su madre, a Juan Cortés no le importaban ni la patentación de su juego; ni su complicada relación con el papel de seda, su única motivación y objetivo era volver a observar desde lo alto de su ventana al pueblo en su esplendor. Y lo había logrado.



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