jueves, 10 de marzo de 2011

El tío Amancio


Sesenta y tantos años tenía Amancio en su primer viaje a mi provincia, Tucumán. Tío de quien escribe, el hombre llegó a la terminal tucumana ni bien pasado el mediodía. Calmo, como acostumbraba en cada uno de sus tantos viajes, tomó la valija del fondo de la bodega y caminó hasta la avenida donde, por fin, pudo subir a un remis y abandonar el caos que produce el recambio turístico de mediados de Enero.
Para cuando tocó el timbre de mi casa, Amancio ya había sudado más que al momento de patear su primera penal para el General Paz Junior en el 67'. -El calor del norte me mata- fue lo primero que dijo al tomar sitio en la primera silla que se le cruzó en su camino. En cuando adoptó una posición un tanto cómoda lanzó la primera de sus anécdotas características, esas que alguna vez habían mantenido entretenido al mismísimo Perón.
"Sobrino, ¿Sabías que yo fui el primero en patear una penal con las dos piernas ?", dijo con tono pausado. No pude contener la risa porque yo sabía que en gran parte de las ocasiones en que disparaba sus vivencias era para mostrarse como un tipo simpático y gracioso.  Sin embargo antes de lanzar la primera carcajada el tío ya había desviado el eje de su discurso hacia otra particular historia: era el momento del relato del arquero-delantero.
En 1973 cuando Amancio Suárez no había cumplido ni un año defendiendo de manera ininterrumpida los tres postes de su equipo enfrentó por la Liga Cordobesa al Racing provincial. En ese partido habría de producirse un hecho particular del que los escasos medios locales harían la noticia deportiva del día.
  Faltando 10 minutos para finalizar el encuentro, Amancio -del que por entonces no se sabía más que su nombre y que en su pasado había defendido los colores del Boca Juniors campeón del 65’- jugó con la salud de los cientos de hinchas que acompañaban al "albo" porque en un instante de parafernalia abandonó su posición de arquero para direccionarse hacia donde estaba el cuerpo técnico. Nadie entendió la conducta del número 1, que en ese entonces contaba con un marcado carácter juvenil fuerte. Amancio se sacó los viejos guantes del club y la camisa que lo identificaba como el golero local, tomó una camiseta de jugador de campo y volvió a ingresar a la cancha. El árbitro, para fortuna de mi tío, no había alcanzado a observar su travesura sino le habría correspondido la segunda tarjeta amarilla y la consecuente expulsión del partido. Pero había zafado de los ojos del juez y sólo faltaba la siguiente parte del plan, que era colocarse en la posición de centro-delantero para poner fin a la sequía del marcador -empatado en 0-. Para cuando reingresó al campo, llamó al compinche defensor Julio Nestor Díaz con un ademán furioso y lo mandó al arco para entonces concluír lo que para él sería una tarea demasiado simple desde su visión agónica de arquero. Corrió los 100 metros largos del césped como si fuera un leopardo y pidió asistencias a sus compañeros con gestos de todo tipo. Pero tuvo que esperar que el mismo Julio Díaz hiciera partir un bochazo de 40 metros faltando pocos segundos para el final. Controló con dificultad la pelota y en ese momento sintió que el tiempo se detuvo. Allí volvió a ser el arquero humilde del barrio San Roque y eso lo conmovió en su nuevo rol de atacante; para entonces ya había eludido la marca de un rival y se encontraba próximo al remate. Otra vez todo se detuvo. Amancio volvió imaginariamente al lugar del que nunca tendría que haber salido, su área chica y sólo desde allí vislumbro la obviedad del punto débil del arquero rival: su pierna izquierda tardaba un momento más en reaccionar que el resto de su cuerpo. Para entonces se había visto obligado a apurar su definición y optó por un tiro rasante al palo más lejano que su visión periférica identificó. La pelota inquieta tocó la base del poste que apuntaba  a la calle Arenales y se coló al fondo de la red de cuero de chancho.
 Un gol tan extraño tuvo que tener una celebración extravagante, pensé. Pero no, nada de eso. Amancio siguió el relato sin ampliar demasiado en detalles. Me dijo que sólo había festejado el gol con un grito seco, como el de un indio que va al choque contra un vaquero y se rió. Yo no entendía el porqué de la docilidad de ese festejo pero no quería caer en el pantano de la repregunta porque nunca me habían gustado los cuentos pausados y con mi tío me costaba hacer una excepción, pero la hacía a duras penas. Noté su mirada exhausta y recordé que ese viejo simpático en abundancia ya casi no tenía quien oiga sus relatos/ficciones y que en algunas ocasiones lo habían visto recorrer plazas y subirse a colectivos que no lo llevaban a ninguna parte sólo para improvisar interlocutores. Lo cierto era que sólo yo, su “sobrino de lejos”, lo oía con respeto y esperaba el final de sus cuentos que a menudo se entrelazaban con otros y duraban horas. Fue entonces que casi sin querer le pregunté sin perder el hilo de la conversación por que casi no había festejado el gol. La respuesta fue inmediata: -es que estaba nervioso porque después del partido tenía que ver al Presidente Perón-. Me quedé perplejo y me sentí burlado...¿Para qué tendría que ver mi tío al presidente?. A partir de ese momento comencé tibiamente a adherir a la idea del único hijo que seguía en contacto con él y sentenciaba que ese viejo era un maníaco mitómano, pero lo dejé continuar..."Perón sancionó la ley 20.843 y yo por ser el séptimo hijo varón y además un hombre lobo en potencia tenía que recibir alguna mención… ¿O acaso no sabías?".  Y con una breve reseña sobre licantropía comenzó de nuevo...


* Dedicado a mi tío Claudio Amancio, el verdadero, el poeta.
 

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