lunes, 28 de marzo de 2011

El tío Amancio II

Ya habían pasado casi 2 meses sin saber de él. Y no porque yo no quisiera sino que su vida de ermitaño propiciaba al desencuentro. Sin embargo el 23 de abril, dos días antes de mi cumpleaños, Amancio llamó a mi casa y dejó un mensaje preocupante. Y no es que yo no le haya creído a mi hermano por su notable incapacidad para recibir mensajes telefónicos sino que ese día había trabajado hasta tarde y mi humor no era el habitual. Además, para completar la grilla del infortunio, ya habían transcurrido más de dos semanas y yo seguía sin escribir ni una palabra.
 Al día siguiente recién le di entidad al mensaje del tío: quería verme urgente en Córdoba, más precisamente en el Patio Olmos a las 18 horas del día 24. Primero pensé en una de sus habituales bromas, luego en su ácido sentido del humor y finalmente evalué la posibilidad de asistir al encuentro, aún cuando estuviera a más de 500 kilómetros y mi auto no diera garantías funcionales. El mediodía aceleró mi decisión y antes de las 1 de la tarde ya me encontraba en la ruta, rumbo a la ciudad de Córdoba.
 No obstante el pesimismo de mi madre y de mi hermano, llegué al barrio cordobés de San Vicente a las 6 y 10 de la tarde. Pasé por la casa de Amancio, pero él ya no se encontraba allí. –Ya debe haber partido al encuentro-, pensé mientras conducía a toda velocidad por una avenida que rodeaba a La Cañada. Diez minutos mas tarde entré al Patio Olmos por la puerta de enfrente con un paso desesperado, casi sin mirar. Al llegar al final de la galería principal lo hallé. El gigante canoso estaba sentado en una mesa para dos y no prestaba atención más que a su agenda marrón, esa misma que le había regalado en mi última visita. Me senté enfrente de él y comenzamos a charlar. Enseguida mencionó que me mandó a llamar porque debía encomendarme una misión, para la cual era requisito excluyente que cumpliera con puntualidad el plazo de citación establecido. Seguimos charlando con el mismo tono familiar de siempre pero no pude obviar el dato de la puntualidad. ¿Acaso llegar una hora tarde era cumplir con el plazo establecido? Dudé durante algunos minutos pero finalmente lo olvidé. –Mañana vamos a jugar al golf y te termino de explicar todo -, dijo incorporándose de la silla. Luego nos retiramos.
 El 25 de abril, el aniversario número 23 de mi nacimiento, presentaba un marco para nada habitual.  Nos despertamos temprano y a las 9 de la mañana partimos en mi auto rumbo al Jockey Club. Pensé que quizá esa era una sorpresa de cumpleaños pero ¿que tenía que ver yo en un campo de golf? Si lo único que conocía de ese deporte, además de saber vagamente sus reglas, era que el ganador de un torneo en Estados Unidos tenía el derecho de vestir un simpático saco verde. Nada de eso importó al arribar a la cancha. Entramos a pie y Amancio cargaba consigo una bolsa con más de 10 palos, unas cuantas pelotitas y una boina digna de un gran personaje. Inmediatamente colocó una pelota en el piso y le pegó con fuerza. –Así comienza la magia de este juego- bromeó al ver mi cara de aburrimiento, y luego me hizo cargo de la bolsa de palos. –Pendejo te traje a esta provincia para que seas mi caddy-, dijo con notable seriedad, extraño para quienes conocíamos a Amancio. Yo sabía que mi tío no era un improvisado en ningún aspecto de su vida y eso me tranquilizó. El hecho de que estaba a más de 500 km de mi hogar y que había sido citado a ese lugar sólo para ser un aprendiz de golfista me llamó la atención, pero contrario a lo que esperaba, no me molestó.
 La tarde continuó con normalidad. El tío desparramó historias y anécdotas en cada metro cuadrado del extenso predio y yo caminaba a su lado con su bolsa de palos.  Lo veía feliz, como en su casa del barrio San Vicente o como cuando me visitaba una vez al año. Pero allí era en esencia otra persona. Su sonrisa de oreja a oreja mientras caminaba de un lado al otro, mientras perdía pelotas a lo ancho del terreno, me convencieron de que no había mejor regalo en ese día, que su felicidad.
 Seguimos los hoyos uno a uno, hasta que la luz nos abandonó por completo. En el camino aproveché alguno de los impasses del tío para mencionarle alguno de mis problemas, entre ellos, el que más me importaba solucionar: seguían pasando los días y yo continuaba sin agregar ni una palabra a mi boceto. –La urgencia no es compatible de la necesidad; cuando sea el momento vas a tener algo sobre que escribir- dijo con la calidez de un padre. Pasaron 2 minutos y siguió. -Para jugar golf tenés que ser un tipo extremadamente tranquilo y caminar durante horas con cara de preocupación -, me dijo y volvió a sonreir. Yo lo miré y me preocupé por prestar atención a cada uno de sus consejos.

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