lunes, 21 de marzo de 2011

El hombre que creó el fútbol

Eran finales del 2255 cuando me dieron el título honorífico por ser el hombre más viejo del mundo. Ciento cuarenta años, ¿quién lo diría, no? Y más teniendo en cuenta que de joven no había sido parte de la patraña mediática de los yogures bio-desarrollados y las berenjenas extraordinarias  cultivadas en la moderna República de Cumuco.  No, nada de eso.
 Todavía, desde que destroné al por entonces hombre más longevo del mundo (un chino simpaticón), no me había acostumbrado al acoso periodístico y a sus extraños modismos y muletillas.  Cada uno de mis cumpleaños, los reporteros con los ojos apesadumbrados por el calor de mi pueblo se presentaban con el tópico de siempre: ¿Cuál es la receta para vivir tanto? Y yo, desde que tengo 130 (cuando me hice conocido mundialmente, valga la aclaración) no sé que responder.
 Pasé noches y días preguntándole a mi inconsciente y al más perspicaz de mis bisnietos, quien lleva una pequeña reseña biográfica mía por iniciativa propia, que hice para merecer en (tanta) demasía el don de la vida. Recordé y seguí recordando, y un martes templado de marzo por fin encontré la respuesta: era el fútbol la causa y consecuencia de mi longeva vida.  Seguramente se preguntarán cómo arribé a esta conclusión y se sorprenderán por lo simple de su explicación.
Cuando joven nunca me había inclinado hacia la llamada “vida sana”, de la que tanto se ufanaban médicos y doctores sin licencia en la televisión. De hecho, en pleno acto de una rebeldía juvenil sin sentido abandoné mi hogar y por consiguiente desistí de los requerimientos calóricos mínimos necesarios para mi buena salud. Fueron 14 meses largos lejos de mi familia, en los que perdí peso y disminuí notablemente mi condición física.
 Una vez restablecido en la monótona realidad familiar, continué viviendo una vida descarrilada, como solía decir mi madre, en la cual nunca faltaba la cerveza al borde del abandonado predio de la Facultad de Veterinaria en el barrio de Agronomía.   Pasaron muchos años y muchas ideas. En ese trayecto los chicos del barrio, los amigos de toda la vida, pasamos numerosas veces por esas etapas en las que las utopías son tan ciertas que uno las puede tocar con el dedo índice.
 Entre nuestros sueños más frecuentes se hallaba el de crear un propio club para reivindicar al fútbol,  deporte que había sabido enardecer de pasión a cientos de millones de personas a lo largo del globo y se encontraba en un impasse ocasionado por las fechorías dirigenciales operadas desde Zúrich. Otra idea consistía en licitar el extenso predio de la facultad para estimular  el crecimiento de los por entonces extraordinarios vegetales milagrosos.  Sin embargo fue la primer idea la que estuvo a punto de concretarse ante la inminente desaparición del club del barrio, el glorioso Comunicaciones, en 2147. Y fue este, el “cartero” de Agronomía, el que redireccionó el eje de nuestros anhelos utópicos hacia otra parte, más precisamente hacía el propio club. 
 En 2150 Rubén Paz, el chico que derrochaba tanto dinero como simpatía, hecho ya un hombre, asumió como presidente de la comisión de salvataje propuesta por los vecinos para rescatar a la institución barrial. Me nombró como su mano derecha y juntos sufrimos la precariedad del fútbol argentino: la falta de estadios, el penoso estado de las canchas y la no menos importante ausencia de dirigencia en la Asociación del Fútbol Argentino, disuelta por orden de la FIFA unos años antes. No obstante, pese a esa cruel desición, la pelota nunca había dejado de girar ya que el desaparecido San Lorenzo de Almagro junto a una nómina de clubes antiguos decidieron crear una liga aparte y seguir dándole a la pelotita. El saldo fue terrorífico: 5 campeonatos jugados y todos obtenidos por el flamante socio fundador azulgrana.
 Paz y yo decidimos continuar con la reestructuración del fútbol de nuestro club y asimismo colaborar con la reanudación de los campeonatos nacionales, cosa que también habían iniciado en los principales países del mundo miles de jóvenes audaces. Los demás amigos barriales se adhirieron a nuestra campaña de una manera voluntaria y genuina, que, quienes habíamos tenido la oportunidad  de conocer el fútbol en tiempos anteriores a la desaparición de FIFA,  los comparábamos con los perdidos barras-bravas.
 Todo seguía un ritmo acelerado pero ordenado hasta que una de las primeras mañanas del 2152 me levanté de la cama asustado por un zumbido en mis orejas. Me incliné frente al espejo del baño y cual apagón generalizado, mi sentido auditivo dejó de funcionar totalmente. No oí a mi madre, aun teniéndola al frente mío, ni al médico que acudió al rescate de sus desaforados alardeos. Pasaron 10 días y nadie supo hacer un diagnóstico correcto del porque de tan extraña paralización en mis sentidos.
 En principio, reaccioné con optimismo porque sabía sobre antecedentes de personas que habían perdido la audición y la recuperaron en un lapso relativamente corto de tiempo, sin embargo, ese momento marcó el final de mi carrera dirigencial. Rubén, con quien ya había compartido innumerables vivencias,  me visitó una semana después de mi irreparable pérdida. Vino con una carta en sus manos y traía consigo menos gracia de la habitual. Estaba realmente compungido.
 Leímos la carta en la sala, y al finalizar una de las primeras líneas lo miré con un gesto de preocupación, una preocupación sincera. Me incorporé de la silla y en ese momento no alcanzaron los ademanes para mostrarle mi desagrado ante lo que había leído… porque quería ponerle mi nombre a la platea que yo solía frecuentar en el estado de “Comu”. No pude oír sus explicaciones ni leerle los labios pero inmediatamente le expresé mi negativa ante tal apocalíptico gesto.  Rubén se retiró y sólo así yo me calmé. Tomé un lápiz y redacté 2 hojas indicándole que no era necesario ese homenaje en vida y además no me iba a morir ni planeaba hacerlo en la proximidad.  Vaya paradoja.

 El 1er Torneo Preparación ya andaba por la 4ta fecha y Comunicaciones aún no había sido local por un error del improvisado tesorero Mario Valenzuela, quien se había olvidado de colocar unas bolillas a la hora de sortear el fixture. El día del sorteo estuvieron presentes todos los presidentes de los innatos clubes de la capital y otros tantos del Interior. Aprovecharon la reunión para sentar las bases de la nueva asociación de clubes. Casi sin mediar palabras, Rubén Paz se hizo cargo del mayor cargo en la nueva Federación y completaron la lista de vocales un dirigente por equipo, entre los que se destacaba un pícaro rubio de mirada amenazante llamado Julio Martínez, que representaba a la Unión deportiva Rio Grande.
Volviendo al torneo, Comunicaciones enfrentaba en la quinta jornada, por fin en su cancha, al complicado equipo catamarqueño de Ferrocarril Norteño, equipo dirigido tanto en la cancha como fuera de ella por un joven empresario transportista, y yo temía que llegara ese día porque no quería que mi querida platea norte tenga el nombre de alguien que no lo merecía.
Y aunque el tiempo es una ilusión, ese día vino tan rápido que no alcancé a prepararme.  Aún lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Era un domingo soleado y la temperatura invitaba a jugar al fútbol. Me levanté de la cama, desayuné y chequee mi correspondencia. Luego me vestí adecuadamente para un homenaje (inconscientemente)  y caminé las 2 cuadras que separaban mi casa de la cancha. Entré rápido y me encontré con lo que esperaba: un gran festín en mi nombre y los hinchas de siempre dispuestos a festejar la inauguración de la renovada platea.  Reaccioné rápida y coherentemente, acepté saludos e intercambié buenos deseos y luego todos nos acercamos a la nueva tribuna; era hermosa, recién pintada y las butacas eran de un nivel superior al esperado por los fanáticos. Me senté en la primera, la de siempre y esperé el inicio del partido.
 Hasta ese día nunca había discutido una decisión arbitral, sin embargo, con mi nueva situación de sordo, tenía ganas de poner un grito en el cielo por la injusticia que estaba observando, y no podía. Ver eso me remontó al momento en el cual el fútbol dejó de ser lo que era, el día en que la FIFA optó decididamente por darle la espalda a los jugadores y guiarse por la economía de mercado, aún más de lo que acostumbraba. Imposible no hacer mención de ese tema dado que fue la gota que rebalsó el vaso. Acá hago un pequeño resumen: Hasta 2130 sólo se permitía un jugador androide por equipo. En 2140 ya eran cinco más los árbitros y finalmente en 2148, el presidente de la federación más importante del fútbol mundial, mediante un decreto fundado, incorporó la regla que daba libertad a los equipos de todo el mundo a contar en sus filas con la cantidad de jugadores robóticos que quisieran. Al día siguiente de que el secretario Lewandosky diera publicidad a la nueva medida, el gremio que nucleaba en aquella época a la mayoría de jugadores humanos de fútbol inició reclamos a lo largo de todo el planeta y el deporte rey nunca volvería a ser el mismo, por lo menos eso creía en ese momento.
 El pope de la FIFA decidió no dar marcha atrás pese a las medidas de fuerza iniciadas por los futbolistas, entre ellas la paralización total del juego en el mundo, y continuó con su plan por la gran cantidad de intereses económicos que recaían en él por parte de las crecientes corporaciones de robótica. El punto final se dispuso el 23 de julio de 2148, día que la Confederación mater anunció su disolución. 
 Sin embargo esa historia era parte del pasado por la pujante actividad de los hombres de Agronomía y de otros tantos barrios en el globo, y yo estaba donde siempre quise, al lado del verde césped de mi querido club y viendo una de las peores injusticias jamás cometidas, algo que no acostumbraba a verse en los campos debido a los celosos tecno-árbitros, quienes dirigían con cuidado y efectividad. No podía creerlo, ¿nadie se daba cuenta de que el jugador de Ferrocarril había tocado la pelota con la mano? Parecía que no y yo quería gritar y no podía. 

 Una vez finalizado el partido, me paré, di unas vueltas para tranquilizarme y me tomé una cerveza. Tenía una sensación de vacío como la que deja una despedida.
Al mes siguiente, me reuní con mi amigo Rubén Paz y traía consigo otra carta-noticia inesperada: había conocido a un hombre capaz de curar mi inexplicable sordera. Yo no le creí y me reí de costado porque ya había escuchado de los chantas que se jactaban de milagrosos y finalmente sólo ocasionaban ilusiones sin sentido.  Terminé accediendo ante la insistencia de Rubén y juntos fuimos al consultorio en Avellaneda, cerca de donde solía estar el viejo estadio de Independiente. Allí nos atendió un viejito, joven a comparación de mi actualidad, y me dio unos caramelos con formas irregulares y no menos graciosas. La vuelta al barrio fue una ola de cargadas y bromas tácitas por parte de los dos, ya que habíamos andado toda la ciudad para que nos dieran los caramelos más caros de la historia.

 Tras una semana del dulce “tratamiento” recuperé la audición por completo. Me asusté al oír de nuevo porque fue una sensación tan extraña como placentera. También de a poco fui recuperando el habla y para la fecha 9 ya oía y parloteaba mejor que cualquiera.  No obstante, antes de ir a la cancha ese día fui a buscar al viejito de los caramelos pero nunca lo encontré y nadie supo darme un paradero correcto del hombre que había corregido mis problemas.
Volví decepcionado a mi casa y, sin mediar palabras, me retiré rumbo al estadio, más precisamente a ese lugar donde era de nuevo yo: la reconfortable butaca de “mi” tribuna.  El día no era el mejor, pensé, pero igual comprendí que los días malos suceden y son inevitables en la existencia. Me paré en la puerta del estadio, ingresé tranquilo y esperé por la felicidad que había vivido en la entrañable fecha 5 aunque no tuve éxito en mi cometido. La fiesta brillaba por su ausencia, las tribunas estaban repletas pero grises y los jugadores en la cancha no eran felices al ponerse en contacto con la pelota, al contrario, tenía la sensación de que se la quitaban de encima en cuanto se apoderaban de ella.
 En ese momento comprendí lo grave de la destrucción del fútbol, Lewandosky y sus anuncios catastróficos se habían llevado algo más que las Federaciones, habían desaparecido la pasión. Al instante pedí reunirme con Paz y le pregunté si siempre había sido así desde que juntos habíamos puesto en marcha el ambicioso proyecto de revivir al deporte. Me respondió con tristeza que sí.
Me retiré indignado y volví al día siguiente más temprano que de costumbre, listo para acelerar en la construcción de un plan para revitalizar el fútbol.  Inicié reuniones con los vocales y Paz me sorprendió con un nuevo gesto inesperado: me nombró presidente de la Federación Argentina y me dio las bases para guiar al resto de los clubes fundadores. Hoy, en este día, al conceder esta entrevista puedo decir que tras 70 años al frente de la Federación aún abogo por el motivo que me trajo a este mundo: el fútbol.

No hay comentarios:

Publicar un comentario